Hace unas fechas, un ser humano increíble logró emocionarme. Se llama María del Carmen Martínez López y, ostenta uno de los galardones más bellos que un ser humano pueda enarbolar ante la sociedad. Ella, María del Carmen, se doctoró en la universidad de la vida y, en su corazón lleva prendido el título del que hablo: SU BONDAD. Digamos que, María del Carmen, devota de la más bella literatura, hasta tuvo la gentileza de regalarme su ilusión al pararse para leer algunas estrofas de mis libros que, si poco le pueden enseñar, si tengo claro que le han logrado emocionar. En realidad, uno existe y escribe porque quedan seres de esta magnitud puesto que, de otro modo, toda pretensión, sería una banalidad. Sin embargo, son esta clase de personas las que nos iluminan, nos alimentan y nos hacer ver que, el milagro de la vida, con gentes de su condición, sigue siendo posible.
Decía ese gran filósofo de la vida, cantor extraordinario, pensador de la bondad y narrador de las secuencias más bellas de la vida al que conocemos como Facundo Cabral que, todo el que trabaja con amor está muy cerca del éxito que, llegará cuando deba de llegar; como de igual modo sentencia el maestro argentino que, aquel que trabaja sin amor, aunque lo haga veinte horas diarias, siempre será un desocupado. Dicho esto habrá que convenir y, a su vez, regalarle a María del Carmen Martínez, la lisonja más bella del universo que, en realidad, no es otra que felicitarle y agradecerle todo el amor que pone en su cometido que, si bien es cierto que, a muchas mujeres, seguro que quieren esconder su profesión por aquello de la “vergüenza” que les pueda producir ante los ojos de la cruel sociedad en que vivimos, ella, Carmen, de profesión limpiadora, lo lleva con inusitado orgullo y, esa es su grandeza.
Carmen vive en una casa humilde, pero llena de amor; una casa donde su mayor título, como digo, es el que ella expone ante el mundo; digamos que, son dos títulos los que enarbola: SU TRABAJO y SU AMOR. Su hijo la mira con orgullo, sabedor de que tiene una madre irrepetible; sus amigos la adoran por la condición de su ser; todos los suyos la quieren por la bondad que irradia allí por donde pasea; las personas a las que sirve la respetan con un cariño desmesurado y, desde aquí les puedo asegurar que, cuantos la conozcan, irremediablemente, quedarán prendados con tanta dignidad. Ella, Carmen, pertenece a esa clase de seres humildes que, sin pretenderlo, a diario, le siguen dando lecciones al mundo y, en su esplendor, ella no se da ni cuenta; y eso es lo más grande puesto que, lo mejor de uno mismo son los demás y, son ellos, justamente ellos, los que emiten nuestro propio veredicto. El espejo de uno son siempre los demás y, esta máxima, Carmen, la llevó siempre a gala y con tremendo orgullo.
Tengo claro que, pese a las adversidades de la vida, el amor, en breve, llamará a la puerta de Carmen. Y todo eso ocurrirá puesto que, como he dicho, ella practica el amor en su vertiente más hermosa; la que nace de su corazón para su hijo, sus padres, su trabajo y todo lo que le rodea. Por esta inmensa razón, como diría Jorge Luís Borges, en el devenir de la vida, alguien verá a Carmen con los ojos del amor, sencillamente porque habrá descubierto que esa persona es única.
Confieso que, jamás miré el sexo de ningún ser humano; me gusta tratarles como tales y, si en dicho encuentro descubro su nobleza como me ha ocurrido con esta mujer, al verla como tal, me acuerdo de Gabriel García Márquez cuando sentenciaba, desposeído de todo machismo y decía aquello de, si los hombres pariésemos, seguro que entenderíamos mejor a las mujeres. Sin lugar a dudas que, a Carmen hay que entenderla, mimarla, consentirla y admirarla puesto que, su esplendor, es ella misma. No tengo rubor en confesar que, para mi, el título de MADRE y la lucha que ello conlleva a favor de los hijos, es el mejor testimonio que una mujer pueda dejarle al mundo. Carmen es el ejemplo de cuanto digo.