Fernando Cuadri se trajo para Madrid una corrida diversa; toros de distinta índole y condición; todos bellos, es cierto, pero de comportamiento diferente; salió el bravo, el barrabás, el inválido, el complicado y, toda la amalgama que suele adornar esta legendaria ganadería. Pero nadie se aburrió y, esa es la grandeza de esta fiesta; la emoción del toro y, tras éste, a esperar la faena soñada. Es verdad que, toda la corrida, a pesar de la supuesta invalidez, que dicho sea de paso, afloró en algunos momentos, genéricamente, se dejó hacer cosas y, eso, en los tiempos que corremos, no deja de ser casi un milagro. Cierto es que, la estampa del toro de Cuadri, puede asustar a cualquiera y, por esa razón, algunos toros, en los caballos, dejaron que los masacraran y, luego, los toreros, pagaron las consecuencias. El problema no era sencillo; que nadie se equivoque. Y, paradojas del destino, en este cartel no estaba El Juli, ni Ponce, ni Rivera; ninguno de los primeros doce del escalafón que, como se comprueba, ellos, siguen siendo, doce hombres sin piedad.
El Califa que, otrora, varias veces ha triunfado en Madrid, este año, desdichadamente, se marcha de vacío y, mala cosa para un hombre su mayor bagaje está en su valor y su voluntad. Es cierto que, la papeleta, era muy seria; aquello no era ninguna broma. Los puñales de sus enemigos asustaban a cualquiera y, El Califa, no podía ser una excepción. Su primero, si acaso, mejor picado y con otra disposición por parte del toreo, sus logros hubieran sido los de otras veces pero, en esta ocasión, todo se vino abajo. Su voluntad quedó patente; pero era el éxito lo que este hombre necesitaba. En su segundo, un regalito donde los haya, tuvo que bregar más de lo convenido. El tiempo, como juez inequívoco, le recordó a El Califa la temeridad que supuso que, en el año 2002 pidiera aquel dinero desorbitado – y el dinero para los toreros, siempre será poco- quedándose fuera de la feria. Estaba claro que, quien aquel dinero le negó, sabía que, El Califa, jamás sería un mandón en la fiesta de los toros.
Dávila Miura es el torero vulgar que todos conocemos que, ninguna gloria aportará a la fiesta de los toros. Será, mientras esté en activo, uno más del pelotón. En sus manos tuvo la gloria de un toro encastado y bravo con el que pudo haberse encumbrado. Aquel dechado de bravura se perdió en el mar de sus vulgaridades. Y nadie le quitará el mérito de estar frente a ese tipo de toros pero, por Dios, tuvo en la punta de sus dedos la consagración en Madrid; tenía el toro, la plaza y todo lo que hay que tener, menos, claro, el arte para llevar a cabo esa faena que te encumbra para los restos. Uno malo y uno bueno tuvo, es la verdad. Con el malo, nadie le podría recriminar nada; lo triste es que, como explico, un toro de lujo se iba al desolladero con las orejas puestas y, a su vez, comprobando la tristeza de Dávila Miura. Y puso voluntad, valor y constancia; pero, como dijera Juan Belmonte, “Procura, chico, que no te toque jamás un toro bravo de verdad que, será entonces cuando comprobarás la dureza de la profesión”. Y Dávila lo ha comprobado. Mala cosa.
Todavía hay gente que suele extrañarse cuando le cuentan que, algunos toreros, a lo largo de su vida, han vivido de retazos. Pero no hay nada más cierto. Es verdad que, la torería moderna, exige otras normas pero, por ejemplo, lo que le vimos a Curro Díaz en Madrid, sin llegar a ser la faena perfecta, el desconocido chaval alborotó a Madrid; y había motivos, muchísimos. No faltará el que diga que, la faena, era de dos orejas y, el chico, se conformó con la vuelta al ruedo. Pero allí quedó su torería, su gracia, su bellísimo toreo que, frente a un toro de verdad, aquello alcanzó proporciones mágicas e inalcanzables. El presidente, cicateramente, le negó la oreja justa que, ante todo, el público había pedido en tropel. Si los inicios de su faena resultaron admirables; su labor, en conjunto, encandiló a presentes y ausentes; lógico cuando, como él hiciera, de sus manos, brotaba la excelsa belleza del toreo. Dos naturales, un cambio de mano y un ayudado, fueron el acabóse. Y, hablando de retazos, este chico puede ser – debería ser- el hombre que nos devolviera, aunque fuera en retazos, la ilusión por contemplar la bella torería que algunos conocemos y de la que tan pocos intérpretes tenemos. Esto ocurría en Madrid pero, la bella obra, como hiciera el pasado año en un pueblín de Alicante, El Inclusero, allí, también pudimos gozar de la obra soñada. Nadie sabe hasta donde dejarán llegar a este Curro Díaz que, desconocido y artista por los cuatro costados, sería una bocanada de aire fresco para los aficionados; como siempre lo fue El Inclusero que, por ser tan magno torero, le dejaron sentado en su casa. Curro Díaz demostró, en Madrid y donde le dejen hacerlo que, el toreo, para que la obra sea bella, con quince muletazos que crujan, es más que suficiente para que la olla reviente; y reventó, aunque el presidente quisiera taparla. Le robaron una oreja, es cierto; pero nadie le robará su toreria inmensa. ¿Quién es este chico? Decían en Madrid. “Un torero, le parece a usted poco” contestaba el otro. Al final de su faena, seguro estoy, Curro Díaz, dio la vuelta al ruedo más hermosa de su vida. Aquella vuelta era como tocar el cielo con las manos; y lo tocó. Madrid le estaba vitoreando y España se estaba estremeciendo.