Nos parecía un sueño, como un cuento de hadas en que, la princesa, enamorando al príncipe, lograban la eclosión del amor más puro. Eso nos ocurrió a los aficionados en que, el pasado día 26 de abril de 2003, dígase el año en curso, un torero, El Inclusero, nos enamoró para la causa del toreo en su más bella acepción. Quien esto escribe, a estas alturas, sigue creyendo en el sueño; pude soñar aquello que siempre anhelé y, al despertar, me encontré con la causa más hermosa puesto que, mis retinas, contemplaban como un hombre de carne y hueso, en corrida propicia, inventaba el toreo: era El Inclusero puesto que, artistas de su talla, quedan tan pocos que, al verlos, se les celebra con gozo.
Era humilde la plaza, un pueblín de Alicante conocido como El Rebolledo; todo era humilde, plaza, cartel, público....Pero lo que allí sucedió era grande, muy grande. Vimos torear como siempre habíamos soñado y, el logro, había que celebrarlo. Pudimos llorar de la emoción y, semejante sentimiento, ya no lo recordábamos. Los mal informados decían que había reaparecido El Inclusero y, no era cierto; Gregorio Tébar jamás se marchó y, menos, dejó de torear. Algo distinto es que no le contrataran. Allí estuvo y, como rememorando sus tardes más bellas en Madrid, en El Rebolledo surgió la obra soñada y, de forma concreta en su segundo toro, la lección, resultó inolvidable. El Inclusero esculpió un monumento a la verónica, cincelando, a su vez, las chicuelinas más bellas. Tras aquellas primeras emociones al ver como el capote incluseriano se mecía para crear la obra soñada, más tarde, con la muleta, el torero alicantino erigió un segundo monumento al natural. En las manos y sentido de El Inclusero hubo verdad puesto que, al relentí de sus naturales, aquellos, vaciados en su propia cintura, daban el testimonio auténtico de que, no estábamos soñando, estábamos viendo el toreo puro, bello, armonioso, con empaque y gracia natural, algo que, en los tiempos que corremos, de forma desdichada, es imposible que nadie nos lo pueda enseñar, sencillamente, porque no saben y, no hay peor desdichado, que aquel que no sabe. El Inclusero es torero desde siempre y, cada vez que un toro se lo ha permitido, el arte, ha nacido en sus manos y sentidos. Su forma de citar de frente, su forma de adelantar el capote para llevarse toreado el toro; su forma interpretar el ayudado por bajo, todo ello, le hacen tan distinto que, el grupo de aficionados del 7 de Madrid que vinieron hasta el pueblo para verle, confesaban que, tamaña lección, en las Ventas, hubiera sido la locura infinita. Y llevaban razón. En definitiva, estaba El Inclusero en el ruedo y el perfume de su toreo nos embriagó por completo. Al final de sus faenas, conociendo sus limitaciones con la espada, nos pasó exactamente lo mismo que a los aficionados mexicanos cuando Gregorio Tébar se presentó en aquellos ruedos que, al verle matar con aquella precisión, hasta le dieron un premio por ello. Quiero decir que, para que la obra fuera perfecta, hasta mató. Lo de menos fueron las 3 orejas; lo grande y hermoso, antes de las orejas, ya se había consumado.
Los toros de Gerardo Ortega, aquellos que les gustaría cayeran en sus manos las figuras actuales, sirvieron para que, en corrida a modo para la plaza en que fueron lidiados, El Inclusero creara la obra descrita y, a su vez, para que todo el mundo viera que, Rafael Camino, debe de irse del toreo cuanto antes; nadie comprende que hace ese muchacho en los ruedos. Una pena lo que vimos. Al verle, le doy gracias a Dios de no llamarme Paco Camino puesto que, de ser así, mi disgusto, sería terrible. Me imagino a ese padre y, el pobre, podrá exclamar aquello de “Qué hecho yo para merecer esto”.
En el intermedio de la corrida actuó un muchacho rejoneador que atiende por Arturo Cerro que, a lo largo de la lidia, evidenció que quiere ser torero de a caballo y, seguro que lo logra. Ante un animal deslucido, el chico, hizo alardes de ser un gran jinete, así como, del mismo modo, manejó con gracia los trebejos lidiadores. Son, evidentemente, los primeros pasos del muchacho y, como explico, con toda seguridad, a poco que le acompañe la suerte, llegará muy lejos en su cometido. Cortó una oreja que, en definitiva, semejante despojo no dice nada; lo dijo él todo con su gracia torera.
Cerraba terna El Niño de la Taurina que, con voluntad desmedida, evidenció que es uno más, de los tres mil que se visten de torero pero que, lamentablemente, poca gloria pueden aportar a la fiesta. Aquel Carlos Collado que enardeciera, de novillero a la afición de Madrid, ha quedado en una caricatura de si mismo y, como torero, lo ha dicho todo ya. Una pena puesto que, su voluntad y deseos, merecen otros premios.