Ahora, cuando se ha perdido para siempre ese efecto de patriotismo que antaño adornaba el alma y cuerpo de los jóvenes de este país, tú, querido mío, me sorprendiste con tu decisión de querer servir a la patria en calidad de artillero. Yo, como sabes, me inclinaba en que la objeción de conciencia era una salida airosa para no dejar tu trabajo y, de este modo, cumplir con este requisito en aras de la patria. Tú, por el contrario, fiel a tus principios, decidiste servir a tu patria como un auténtico soldado español. Yo, claro, respeté tu decisión y te apoyé en todo. ¿Sabes algo? Me siento satisfecho de ti; de tus principios y convicciones. Debes de saber que, el mundo, sólo se mueve a impulsos de los corazones auténticos, de las gentes como tú que, en cuestión de principios, fuiste capaz de asumir cualquier riesgo.
Al hablar de riesgos, permíteme que te diga que, desde muy jovencito, el riesgo, para ti, era causa común en tu vida. Tus cualidades como deportista en esa modalidad de bicicleta de montaña, en más de una ocasión, hacías que mi corazón saltara por los aires. Siempre te subyugó la aventura, razón por la cual, durante varios años, recorriste España en todas y cada una de las competiciones que allí se celebraban. Tu vitrina, ella misma, da fe exacta de lo que resultó tu paso por ese duro deporte. Tus trofeos, reflejo fiel de tu esfuerzo, dan la medida cabal de lo que hiciste en dicho deporte.
Ahora, tras haber servido a tu patria, te encuentro cambiado, como más auténtico en tus quehaceres y, eso sí, sabedor de haber cumplido una tarea que tu país te había encomendado. He visto, como premio a tu esfuerzo, ese diploma que el Rey de España te otorgó – a todo tu grupo- por la lealtad, esfuerzo y abnegación con que durante nueve meses de tu vida, fuiste capaz de sacrificar tu trabajo, tu familia y todo lo que amabas, con tal de servir a tu patria. Permíteme que te diga que, me cautivaste. Tus 19 años han dado mucho de sí. Has sido, Luis Pla, un modelo de hombre ejemplar. Con tan pocos años y atesorar tanta grandeza, ello, permíteme que te lo diga, es patrimonio de seres excepcionales. Y tú, por la calidad de tu ser, así me lo demostraste. Debes de saber, hijo mío, que todo cuanto te digo no son lisonjas que me pida mi sangre; son, ante todo, mis leales sentires por la calidad de tu persona. Me conoces como nadie y eres consciente de que cada vez que algo no me parecía correcto o adecuado, yo era, soy, tu más grande crítico. Si de forma habitual soy incapaz de mentirle a nadie, a ti, con más y mejores razones para decirte la verdad, por dura que ésta haya sido. Recordarás en una ocasión en que, tuve que ponerme muy serio contigo. Me quitaste la sonrisa de mis labios y, eso, nadie lo había logrado antes. Tuvimos una dura charla que, al final, como sabes, desembocó en hacerte ver que tú valías mucho, como el tiempo así me lo ha demostrado.
Me subyuga verte centrado en tu trabajo, en comunión perfecta con todos tus compañeros, responsable de tus actos y centrado en toda tu labor. Atrás quedaron para siempre tus lindas ilusiones por ese deporte al que consagraste tus mejores años; atrás quedó ese ímpetu juvenil por sentirte soldado español. En esta palpitante actualidad en que vives, me siento orgulloso de ti. Si profesionalmente eres la envidia de los que te rodeamos, como hombre, eres un modelo a seguir. Me quedo con tu sonrisa, con tu talante, con tu capacidad de trabajo y, ante todo, con ese generoso corazón que Dios te ha dado. Y, de forma concreta, me cautivas con esa forma justa y ecuánime en todos tus quehaceres. Aprendiste una lección muy válida, importantísima para ir por la vida: que se puede ser bueno y, a su vez justo.