Un día, amiga entrañable, el destino te alejó de aquel lugar al que tanto amaste y, en el camino, tus lágrimas de dolor inundaban el sendero que nunca más volverías a pisar. Allí, en aquel lugar hermoso, plagado de vegetación, con olor a eucaliptos, con ambiente silvestre, con los caballos al galope y con las florecillas junto al camino, permaneciste mucho tiempo. En esta ocasión, el destino ha querido aparte de aquel “santuario” como para ti era aquel reducto de evocaciones de tu alma. Son, esos lugares a los que tanto amas puesto que, allí, precisamente allí, encontraste la paz que anhelabas.
En aquella ladera en que, los árboles vigilaban, hasta incluso tu callado amor, transcurrieron los años más felices de tu existencia. El paso del río caudaloso en el valle; el trinar de los pájaros en aquellos bellos amaneceres: la senda frondosa de matorrales; tu caballo con las crines sobresaltadas por el aire de su furia cuando cabalgaba; aquellos animalitos que se posaban en tus manos como queriendo recibir las caricias de su dueña; aquellos amaneceres que tanto te conmovían; el atardecer desde tu cerro preferido; y, por encima de todo, la paz constante en que vivías. Es lógico que, ahora, desposeída de tan bellos tesoros, te sientas triste. La vida, en un duro lance, te alejó de aquello que tanto amabas.
Cambiaste el oro por la plata, es cierto. Pero quizás te olvidaste que, tu mejor tesoro, aquel que no existen fortunas para comprarlo, lo llevas dentro de tu alma. Podrás alejarte, como así ha ocurrido, de los lugares a los que tanto amaste; en definitiva, bienes terrenos que nada tienen que ver con la grandeza de tu ser. Te arrebataron, querida amiga, una forma de vivir, pero nadie logrará desposeerte de tu ternura sin límites, de tus convicciones por amar a los tuyos y, por encima de todas las cosas de este mundo, de esos angelitos que nacieron desde tus lindas entrañas: tus hijos queridos.
He notado tu tristeza. Una vez más, le he dado gracias a Dios por haber tenido la suficiente sensibilidad que me ha permitido intuir tu dolor. De este modo, he pretendido ayudarte. Son palabras lo que me quedan. No tengo otra cosa. Quisiera que, mis palabras, las que te regalé, calaran en tu alma, al tiempo en que, tus recuerdos, los que amaste, los que viviste, los que añoraste, esos, nadie te los podrá arrebatar. Estarás allí donde estuvieres; qué importa. Pero sabes bien que, lo que guardaste en tu alma, nadie te lo podrá arrebatar. Las imágenes, las que guardaste y te estremecieron, jamás las olvidarás.
Siempre, con lo que tengas, se puede empezar de nuevo; se debe empezar de nuevo. Nunca es tarde para el amor. Nunca es tarde para la lucha. Siempre es hora para la reflexión. Y tú, en tu hermosa juventud, podrás alcanzar todo aquello que te propongas.
