Hablar de sangre derramada, de dolor, de angustia cuando un torero tiene sus carnes laceradas por el pitón del toro, parece un tema cruel, como rayando en el más puro masoquismo. Nada más lejos de mi ser. Pretendo, ante todo, que las gentes sepan de esta grandeza a la que, muchos, de forma miserable, lo definen como la lástima del pobre. Las cornadas las dan los toros, especialmente, los toros bravos y, esa sangre derramada es la que le da vida y contenido a la fiesta de los toros. Las muertes de los hombres que dejaron sus vida en la arena, al margen del dolor de sus familiares y del silencio eterno de sus cuerpos, ello, es lo que ha mantenido viva la llama de la fiesta durante toda la existencia de la misma. Yo no quiero que nadie muera, nada más lejos de mi imaginación y, por supuesto, de mis deseos, pero nadie sabrá el grado de magnitud que Paquirri, por citar a uno de ellos, pudo darle a la fiesta de los toros. La muerte de un torero no es otra cosa que, la revitalización para que todos creamos en la grandeza de este espectáculo que, en ocasiones, se adormila por la falta de verdad.
La fiesta, degradada por los mismos profesionales con sus actitudes absurdas y sus corridas comerciales, llega un momento en que pierde todo su contenido. Las figuras, casi todos, exentos de cornadas – y no quiero que ningún toro coja al torero- quedan en un papel mediocre por la falta de verdad y grandeza con que vivimos este espectáculo único, diferente, casi mágico y fantástico. Para que la fiesta se pura, auténtica, grande y noble, se necesita la fiereza del toro y, en ocasiones, como hacen los toros de Victorino, entre otros, repartir las cornadas que hacen grande y mágica la fiesta de los toros. Sus protagonistas, los toreros heridos, no son otros que, los héroes perpetuos de este evento tan particular, nacido desde las entrañas de nuestra piel de toro.
Duele mucha la cornada, es cierto. Pero duele mucho más la indiferencia por parte de los públicos que, ávidos de emociones, no encuentran en lo que a diario contemplan, un momento para la emoción y el riesgo. Como tantas veces he dicho, vivimos, en su inmensa mayoría, la fiesta del bostezo y del aburrimiento. La cornada, no es otra cosa que, la garantía de la verdad, el lujo sempiterno de una fiesta emotiva que, algunos, por defender unos intereses absurdos, minimizan hasta el esperpento.
Nunca podremos pagarles del todo a esa legión de toreros que, ávidos de gloria y necesitados de triunfos, son capaces de dejarse su sangre y, hasta la vida si en el empeño fuera, con la finalidad de lograr su objetivo. Las figuras, apenas nadie es cogido por un toro. Y que les siga la racha, es mi deseo. Sin embargo, los humildes son los que lo pagan todo, hasta el tributo de su sangre. Serán ellos, los no figuras, los desposeídos de la gloria lo que, como siempre ocurre, además de sus triunfos con el toro de verdad, riegan las plazas de toro con su sangre. Para ellos, los que se enfrentan a la verdad y caen heridos por su gallardía, para todos, mi más sincero respeto.