En estos días he tenido que ser testigo directo de la muerte de un familiar de una persona querida y, el trance, suele ser amargo. Todavía, desdichadamente, no se ha creado el remedio para dicho dolor; es, naturalmente, el dolor del alma que, al pasar por el cuerpo, produce heridas casi incurables.
Cada momento, en el mundo, alguien pierde a un ser querido. Convengamos que, por lo cotidiano del hecho, deberíamos de habernos acostumbrado y, craso error; nada ni nadie puede mitigar la pena del que ha perdido al ser amado. Es, sin lugar a dudas, la gran lección que tiene pendiente la humanidad y que, al final, mucho me temo, pasarán generaciones y más generaciones y, la asignatura, quedará siempre pendiente.
Todos somos conscientes del trance amargo por el que pasa el que ha comprobado como, la muerte, se ha llevado para siempre un ser hasta el que, llegado ese momento, compartías tu vida. Uno procura ser fuerte para que el amigo, el familiar al que intentas consolar vea tu entereza y, al final, las lágrimas, para todos, fluyen cuan manantial caudaloso; es irremediable. Y, la sensación, allí donde nos encontremos, es exactamente la misma. Ha muerto un ser vivo y, como tal, tenía sus amigos, familiares, conocidos, allegados y gentes cercanas que, todos, sin distinción, han llorado su pérdida. En honor a la verdad, la muerte, no es sino que, el resultado de todo el aprendizaje que hemos logrado en la vida y que, en el más allá, seguro que encontramos un mundo mejor. Si nacemos para morir, cuan desdichados somos que, a lo largo de nuestra vida, no somos capaces de reparar en ello y, a su vez, asimilarlo, que sería lo justo y reconfortante.
Filosóficamente, como consuelo, nos queda el pensamiento de que, la muerte, en definitiva, no es otra cosa que la mudanza, el cambiar de lugar para tu alma, aunque no repares en el cuerpo. Es un camino sin retorno; pero al que iremos todos; unos antes, otros después y, una vez allí, en el paraíso nos encontraremos, volveremos a vivir y, según me indica mi fe, será un lugar en donde habrá paz, justicia, sonrisas, amor; no habrá guerras y, los seres, todos, nos entenderemos como buenos hermanos.
Dicen los ateos que, es aquí, en la tierra, donde se purgan todos los males; mucho mejor puesto que, una vez en el más allá, desposeídos de odios, rencores, dineros y todas las cosas materiales que en la tierra nos asfixian, seguro que en la otra vida encontramos todo aquello que, en la tierra, tan difícil nos resulta de lograr.
Para ti, mi amiga del alma que fuiste testigo de la pérdida del ser al que amabas, quédate con todo mi cariño y, ante todo, con la fe que invade mi cuerpo de que, el ser que perdiste, desde el más allá, seguirá orando por ti, por tanto, enviándote bendiciones que, en la vida que llevamos, siempre serán un alivio.
PLA VENTURA.