Parafraseando la célebre sentencia que, con relación al periodismo, expresara Luis Miro Quesada, del diario “El Comercio” de Lima, podríamos decir que el picador puede hacer de su trabajo la más bella profesión o el más vil de los oficios.

Cuando niño, no entendía el tercio de varas y me parecía excesivo el castigo que se le infligía al animal. Hería mis sentimientos y me producía repulsión -como sucede a quien se acerca a la fiesta brava por primera vez. Consiente como estaba que tal desconocimiento era un escollo para llegar a ser un verdadero aficionado, asumí el reto de hacerle frente y superarlo. Me obligué a sobreponerme a mis sentimientos de compasión para con el animal y centré mis esfuerzos en aprender todo aquello relacionado con la suerte de varas. Ello me llevó a poner especial atención a lo que sucedía en ese primer tercio de la lidia, que no me gustaba. Traté entonces de encontrar explicación y justificación a lo que allí se hacía. Mi padre y sus contertulios, eran mi primera fuente de información, aunque a veces, enfrascados en sus propias discusiones no atendían mis inquietudes de niño; también mi hermano Paco, diez años mayor que yo, o cualquier otro aficionado o torero que se pusiera al alcance de mis preguntas, cuyas respuestas no siempre satisfacían mi curiosidad ni coincidían con lo que yo pensaba debía ser aquello.
Cierto domingo, sentado en mi “localidad” de escalera en la plaza de Acho y teniendo como vecino a un señor ya mayor que -según lucía- era aficionado de solera, vi pasar cerca de mi tendido al picador portando la vara con la que habría de ejecutar su labor. La pirámide de acero hacía guiños refulgentes por acción del sol de verano sobre el acero pulido, mas no era aquélla el objeto de mi preocupación pues, por su forma y dimensión, no sería capaz de herir en exceso al toro; lo que sí sucedía con el grueso cilindro encordelado que venía detrás y que, invariablemente, era introducido en el cuerpo del toro –no siempre en el morrillo- hasta que la arandela de acero (el lugar donde hoy está la cruceta) tocara el cuerpo de la víctima… a diez centímetros de la punta.
- Señor. ¿Con todo eso debe picarse al toro?- pregunté a mi ocasional vecino.
- Sí, niño, así es –me respondió.
- ¿Con todo y el encordelado, hasta la arandela? –insistía yo.
- Hasta la arandela –sentenciaba él.
Yo, dudando, volvía la carga:
- ¿No cree, señor, que así se le hace mucho daño al toro?
- A los toros hay que picarlos y hacerles sangre –respondía.
- ¿Qué tanta sangre hay que hacerles?
- Hasta que les llegue a la pezuña.
Y no me atrevía a repreguntarle “¿Para qué?” Pues la respuesta ya la había escuchado muchas veces: “Para descongestionarlo”, aunque nadie me hubiera podido explicar en qué consistía tal congestión. Cuando alguien ensayaba una explicación, ésta me resultaba más absurda aún. Jamás acepté aquella teoría que a un ser vivo que sale a pelear por su vida hay que “hacerle sangre” para descongestionarlo. Con ese criterio habría que romperle una ceja a cada boxeador que sube al cuadrilátero, para que su desempeño sea mejor. ¡Una tontería de marca mayor! Si el toro hablara, estaría de acuerdo conmigo y pediría que nunca le hicieran el “favor” de descongestionarlo.
Así, preguntando y escrutando con ansia revistas y recortes taurinos - 60 años atrás, cuando no existía la televisión y el Internet era una fantasía, sólo posible en las seriales de Flash Gordon- llegué a entender que el tercio de varas, cuando se ejecuta bien, cumple tres objetivos fundamentales:
1. Descubrir las condiciones de bravura, temperamento y comportamiento del toro. En ese momento es cuando se aprecia si es bravo o manso; si es fijo o distraído; si es pronto o tardo; si humilla, si recarga, si embiste apretando con un pitón; si trata de quitarse la vara y hace sonar el estribo; si es fuerte o blando y muchas cosas más. Información importante para el matador, que ha de lidiarlo, y para el ganadero que actuará en consecuencia para hacer las correcciones genéticas y de selección necesarias para mejorar su ganadería.
2. Ahormar al toro para su lidia y muerte, mediante puyazos breves, bien colocados y dosificados, restándole poder y corregiendo defectos de su embestida.
3. Cuando las condiciones son las propicias, crear belleza con el espectáculo incomparable del toro bravo en acción: Cuando se arranca con alegría al caballo y recarga, retorciendo la cola –indicador inconfundible de genio y bravura- y puesto nuevamente en suerte, repite una, dos, tres y más veces, sin arrugarse. El matador que se topa con un toro de esta naturaleza, está en la obligación de lucirlo para beneplácito del público y -¡Cómo no!- de su criador. A tal efecto habrá de ponerlo en suerte cada vez más lejos del caballo para que, llegado el caso, se le pueda ver arrancarse de lejos galopando a un cuarto puyazo. Es el espectáculo del toro hecho realidad y quien tenga la oportunidad de verlo –tan solo una vez en su vida- no lo olvidará jamás.
Cuando el tercio de varas se ejecuta mal -con el consabido e inmisericorde unipuyazo, tan frecuente en nuestros días- los efectos son contrarios: Se inutiliza el toro para la lidia, el ganadero se queda sin apreciar a su pupilo y el aficionado llega a sentir repulsión y asco, similar a los que perturbaron mi niñez.
De cómo la suerte de varas fue degenerándose con el tiempo, arrastrando a la fiesta brava a la situación lamentable de nuestros días, será tema para próximas ediciones de esta columna.
*Grabado: Dibujo a lápiz de Eduardo Esparza, EUZKO.