Julio de 1965: Iba conduciendo de Valencia a Madrid cuando detuve el coche a la orilla del camino para fotografiar un pueblito que llamó mi atención. Sus paredes blancas, pintadas a la cal, y sus techos rojos contrastaban sobre la campiña verde y el cielo celeste con nubes blancas. Un joven con una pequeña maleta estaba parado al otro lado del camino; cruzó la pista y, luego de saludarme me preguntó: "¿Va usted a Madrid, señor?" "Si" -respondí. "¿Me puede llevar?" "Claro que si, pero antes déjame entrar a ese pueblo a darle un vistazo". Y sí que valió la pena. El pueblo parecía detenido en el tiempo. Sobre el empedrado de sus calles traqueteaba una vieja carreta tirada por un asno de caminar cansino. Su conductor vestía de negro como casi la totalidad de los pocos pobladores del pueblo que desde el umbral de la puerta o la ventana de sus casas me observaban con impenetrable rostro, sin revelar curiosidad ni sorpresa. Gente mayor, con la piel curtida por el sol. Vestidos de negro. Pocos niños. Paredes blancas. Techos rojos. ¡Impresionante! Salimos del pueblo y entramos a la carretera que como una cinta oscura se perdía en el horizonte.
Con la sensación de haber realizado una breve visita al pasado volví al presente e intentando provocar un diálogo, pregunté a mi acompañante: "¿Vas a Madrid?" "En realidad no" –me respondió- "voy en sentido contrario, a Valencia, pero pronto se hará de noche y nadie se detendrá a recogerme y darme un aventón hacia allá. Voy a Madrid a tomar el tren". Era estudiante en la capital que iba a visitar a su familia, el fin de semana.
Llegamos a la estación y mientras compraba su billete se encontró con otros dos amigos, estudiantes también, y los cuatro nos sentamos en una cafetería en donde les invité una gaseosa. Llegado el momento, mi ocasional compañero de viaje. se despidió y se fue con uno de sus amigos para abordar el tren a Valencia. Se quedó conmigo, hablando de toros, Ignacio Monforte quien, enterado de mis planes en Madrid, se ofreció ayudarme para buscar alojamiento pues -decía- conocía muy bien la ciudad. Yo al volante, él como guía. "Pare aquí" -decía. Bajaba, entraba a un hotel a preguntar precios y regresaba murmurando: "¡Muy caro!". La escena se repitió una y otra vez hasta que traté de convencerlo: "A mi no me parece tan caro" -dije. Pero él decía que sí lo era y que yo no debería malgastar mi dinero. "Mire señor, no se ofenda pero en la pensión donde me alojo hay una habitación amplia desocupada y con baño propio que le costaría la cuarta parte de lo que un hotel. Si usted quiere hablo con la dueña de la pensión para que se la alquile por los días que va estar en Madrid". Así lo hicimos y no pudo ser mejor. La habitación era amplia y luminosa. La casera, una señora mayor, de simpático trato y alegría desbordante. Después de instalado, Ignacio me mostró su habitación cuyas paredes estaban decoradas con carteles de toros, un sombrero cordobés, capote, muleta y un par de banderillas. "Me falta conseguir un estoque" -me confesó.
Por aquel entonces yo tenía 27 años y, gracias a una beca, acababa de terminar un curso de tres meses sobre cooperativas de viviendas en Alemania, luego del cual recibí a mi esposa, llegada de Perú, para emprender viaje y conocer algo de Europa, a bordo de un viejo Opel que compré en un remate de autos usados en Bonn.
Habíamos cumplido gran parte de nuestro recorrido por Italia y la costa del mediterráneo francés y nos dirigíamos hacia España para conocer Barcelona -tierra de mi padre- cuando nuestros planes sufrieron inesperados cambios. Mi esposa, con seis meses y medio de embarazo dio a luz a mi primogénita, en un pequeño pueblo francés llamado Lunel, a 25 kilómetros de Montpellier, a donde tuvo que ser llevada de urgencia mi hija prematura, para ser puesta en una incubadora en donde permaneció más de dos meses. Todo cambió. Mi cuñada, que vivía en Burdeos, viajó a Lunel para estar con su hermana y llevarla con ella a su casa en tren, pues la obstetra había recomendado no lo hiciera en el automóvil que yo estaba obligado llevar a Alemania para venderlo y recuperar parte de lo que había pagado por él. Nos separamos. Yo hacia Barcelona en el auto, mi mujer con su hermana en tren hacia Burdeos, en donde nos encontraríamos en una semana para, según estuviera restablecida, seguir viaje de acuerdo a nuestros planes y regresar a Perú. ¿Y la hija? Se quedaría en Francia para, luego de estar una temporada con mi cuñada, viajar con ella a Lima. Llegó en diciembre, como regalo de navidad.
Mi último día en Madrid estaba destinado a visitar Toledo para luego enrumbar hacia el norte para encontrarme con mi esposa. "Cuando vaya a Toledo quiero ir con usted", me había pedido Ignacio y así lo hice. En Toledo me entusiasmé con las muchas cosas que quería comprar, entre ellas un estoque, lo que sin embargo no estaba en condición de adquirir porque el grueso del dinero se lo había dejado a mi esposa y conmigo no tenía el suficiente para ello. Fue entonces cuando ese joven amigo al que conocía hacía pocos días tuvo un gesto de generosidad que, pasados cuarenta años, no puedo olvidar y creo que él tampoco por el riesgo que le significó el hacerlo: "Acabo de recibir el dinero que me envían mis padres desde Valencia cada tres meses para solventar mis gastos durante ese tiempo" – me dijo. “Tómelo usted prestado para que pueda comprar lo que desea y cuando llegue a Burdeos me lo devuelve por correo”. Me conmovió y agradecí el gesto pero le hice ver que confiarse así en una persona que acababa de conocer era muy riesgoso. ¿Qué seguridad tenía que yo le devolvería el dinero? “Usted no me haría eso” –me dijo- “eso lo se”. No acepté el ofrecimiento y dije que haría una selección para comprar lo que más me interesaba -estoque incluido- guardando el dinero necesario para la gasolina que me permitiera llegar a Burdeos.
Sin embargo, estaba escrito que la muestra de confianza esbozada habría de llevarse a cabo. Regresando a Madrid, un camión que venía delante pisó una piedra en la pista que salió disparada contra mi parabrisas que se hizo añicos. El del camión ni se enteró y nosotros tuvimos que detenernos un buen rato para eliminar los cristales desparramados por todo el auto. Llegamos a Madrid calculando cuánto podría costar el parabrisas que, siendo de un auto alemán diez años viejo, era difícil conseguir, y me obligaría a prolongar mi estadía en España unos días más. No tuve mas remedio que aceptar la generosa oferta de Ignacio, para hacer frente a los gastos que se esperaban. Reparado el auto me despedí de Ignacio haciéndole entrega del estoque que había comprado, en muestra de agradecimiento y amistad. “¡No!” -me dijo- “usted lo quiere tanto como yo y no le será posible comprarlo en Perú”. “Por eso mismo” -respondí- “porque lo quiero y es importante para mi es que quiero dártelo; si no fuera así ¿Qué valor tendría el hacerlo?” “Mire” –me contestó- “usted no sabe si algún día volverá a España y si tendrá la oportunidad de comprar otro estoque. Le propongo una forma de solucionar este asunto sin grandes sacrificios para ninguno de los dos: Llévese usted el estoque y con el dinero que me devuelva desde Burdeos envíeme el valor del estoque que yo, en su nombre, me compraré uno similar”. Me pareció razonable y sabia su propuesta y la acepté. Nos despedimos con un abrazo y nunca más lo volví a ver. Desde Burdeos le envié su dinero con una suma adicional que cubría generosamente el valor del estoque. Tiempo después recibí de él un afiche de toros y una carta en la que me decía que había comprado el estoque más bello de todo Toledo que estaba engalanando una de las paredes de su cuarto.
Mantuvimos correspondencia por un tiempo pero luego perdimos contacto. Nunca más supe de él y no se si ahora, luego de 40 años, lo reconocería si lo viera, pero Dios sabe lo feliz que me haría tener noticias suyas. Si usted amigo lector tiene la oportunidad de ayudarme a tal propósito, le quedaré agradecido por siempre. Se llama Ignacio Monforte y es de Valencia.