El 30 de enero de 1766 el Virrey Manuel de Amat y Junyent –catalán de origen-inauguró en Lima la plaza firme de Acho, la más antigua de América y tercera más antigua del orbe taurino. El próximo lunes se cumplirán 240 años de ello y para ubicarnos en el espacio tiempo-histórico del acontecimiento debemos recordar que, a esa fecha, habían transcurrido más de dos siglos desde que Francisco Pizarro conquistó el imperio de los Incas y fundó la Ciudad de los Reyes como centro del virreinato de la Nueva Castilla. Con los conquistadores llegaron a América los usos y costumbres de la península ibérica y la fiesta de los toros que se desarrolló aquí de la misma manera que en la corte española y pasó por los mismos períodos de su evolución.
LA ÉPOCA
A mediados del siglo XVIII, las corridas de toros dejaron de ser práctica exclusiva de nobles caballeros, para el entrenamiento ecuestre y uso de las armas para la guerra, y se convirtieron en fiestas populares en la que peones y vasallos a pie –que en épocas pasadas solo intervenía para auxiliar al caballero en peligro- participaban enfrentándose al toro, para lidiarlo y darle muerte de muy distintas maneras. Había quienes, en forma temeraria, daban muestra de su valor y habilidades acrobáticas propios de un espectáculo circense y también aquellos otros que se esforzaban por organizar y regular la lidia para hacer de la corrida de toros un medio en donde el valor fuese la base para burlar al toro con técnica y gracia serena.
LOS TOREROS EN ESPAÑA
Entre los primeros estaban el Licenciado de Falces que se paseaba embozado en su capa por el ruedo y burlaba la acometida del toro con quiebros habilidosos, Juan Apiñani experto en el salto a la garrocha, Martincho que enfrentaba a la bestia con los tobillos engrillados, José Cándido, inventor del salto al testuz, El Africano quien luego de matar fieras en el África regresó a la península para hacer lo propio con los toros.
Entre los segundos, Francisco Romero inventor de la muleta e iniciador de una dinastía torera; Juan Romero, hijo de Francisco, organizó su cuadrilla con un segundo espada, banderilleros y picadores; Joaquín Rodríguez Costillares, inventor del volapié (vuelapiés, se decía entonces); José Delgado Guerra Pepe-Hillo discípulo de Costillares y, en sus inicio, banderillero de Juan Romero, fue autor de Tauromaquia o Arte de Torear aunque es poco probable que él la escribiera, pues apenas sabía firmar.
Unos y otros compartían plazas y toreaban juntos, como sucedió en 1762, en Sevilla, cuando se anunció, como Cartel Acreditado, a Juan Romero, José Cándido y Costillares.
LOS TOREROS EN PERÚ
En la Ciudad de los Reyes la situación se desenvolvía en forma similar pero con los matices propios del mestizaje de dos culturas diferentes. Los toreros venidos de España no eran figuras, ni mucho menos, pero fueron maestros de los peruleros a quienes transmitieron aquello que habían aprendido en la península. Los picadores, inexistentes en alguna época, siempre fueron escasos. A falta de ellos surgieron los capeadores a caballo y con ellos la llamada suerte nacional que nacida en el Perú ha sido practicada por importantes rejoneadores de todas las épocas -Pablo Hermoso de Mendoza la estrenó con éxito en Acho durante su presentación en la feria limeña de 1989.
Lo que se perseguía -y se conseguía- con la suerte nacional era quitarle pies a los toros y restarle los ímpetus con los que salía de chiqueros. Con ello se amenguaba el peligro que corrían los picadores que, siendo pocos, debíamos proteger y conservar. Con las bridas del caballo es una mano y una capa en la otra, el jinete incitaba al toro a embestir y correr tras él, en serie de tres lances con los que dibujaba un triángulo imaginario sobre el ruedo. El gran espacio que se necesitaba para realizar esta suerte explica, de cierta manera, el porqué el gran diámetro del ruedo de la plaza inaugurada por el virrey Amat es mayor que el de sus antecesoras de Sevilla y Zaragoza.
Entre los temerarios cultores del toreo espectacular en el Perú estaba el Indio Cevallos -en verdad zambo esclavo- quien pasó a la historia con las proezas que solía realizar en la plaza, entre las cuales estaba aquella de rejonear y matar a espada los toros, montado en otro ensillado. Gran atracción fue en España y, en 1777, actuó en Madrid al lado de dos figuras de la época: Costillares y Pepe-Hillo.
LA NECESIDAD DE UNA PLAZA
En este marco histórico nació la plaza firme de Acho como una necesidad para albergar al numeroso público aficionado a los toros que generó los muchos festejos que se realizaban en diferentes momentos y con variados propósitos en el virreinato como lo eran celebrar los grandes acontecimientos políticos y religiosos, alejar a la plebe de los excesos de las carnestolendas y obtener recursos para las obras de beneficencia.
Por extraño que parezca, un terrible terremoto seguido de un maremoto, ocurrido en la noche del 24 de octubre de 1746 -que dejo como saldo cuatro mil muertos y la ciudad en ruinas- fue una catástrofe que contribuyó, en forma indirecta, a que dieran, veinte años después, las condiciones favorables para la construcción del coso limeño.
Don Pedro José Bravo de Lagunas y Castilla, catedrático de leyes en San Marcos, oidor de la Real Audiencia y asesor del virrey, fue comisionado por éste para encargarse de la reconstrucción del Hospital de Leprosos de San Lázaro. Los recursos fiscales no alcanzaban para atender la reconstrucción de los muchos inmuebles públicos destruidos. Las loterías y colectas eran insuficientes pues los particulares, atendiendo sus propias necesidades, poco tenían disponible a tales fines. Fue entonces cuando Bravo de Lagunas propuso organizar corridas de toros para obtener fondos para la obra, tal como se hizo para la construcción de la Iglesia Parroquial de Bella Vista, cercana al puerto del Callao. Obtuvo el permiso del virrey para realizar corridas de toros durante los días de carnaval, durante dos años, con lo que obtuvo suficiente dinero que, sumado al obtenido de las limosnas, le permitió reedificar el hospital, que quedó terminado en 1758. Sin embargo no faltaron quienes le criticaron el que, para obtener los recursos, usara un espectáculo cruel. Para responder los ataques Bravo de Lagunas escribió un libro con extenso título: Discurso histórico jurídico del origen, fundación, reedificación derechos y exenciones del Hospital de San Lázaro de Lima, en el cual expuso erudito y valiente alegato a favor de las corridas de toros que -esto es lo importante- habría de servir más tarde para que el virrey Amat justificara y diera luz verde a la construcción de la plaza de Acho.
En aquel entonces, las corridas importantes se realizaban en la Plaza Mayor pero también se hacían festejos taurinos en otras plazas cómo las de Santa Ana o San Francisco y en plazas desmontables que eran ubicadas, preferentemente en la explanada al pie del cerro San Cristóbal, cerca del río Rímac, conocida como el Hacho que, según el Diccionario de la Real academia Española, es “el sitio elevado cerca de la costa desde donde se descubre bien el mar y en el cual solían hacerse señales con fuego”.
LAS INVESTIGACIONES DE AURELIO MIRO QUESADA SOSA
En su libro Temas Taurinos, Aurelio Miró Quesada Sosa, nos da a conocer en forma erudita los detalles de su investigación en relación a los hechos que rodearon la construcción de la plaza de Acho y la determinación exacta de la fecha de su inauguración. Tomando como base tal información la historia de Acho es la siguiente:
MANUEL DE AMAT, VIRREY DEL PERÚ
En 1761 Don Manuel de Amat y Junyent, quien por entonces se desempeñaba como Gobernador y Presidente de la Audiencia de Chile, fue nombrado virrey del Perú y su arribo a la Ciudad de los Reyes fue celebrada con una corrida de toros que se realizó en febrero de 1762. Ese mismo año Miguel de Adrianzén se presentó ante él para proponerle la construcción de una plaza firme de toros en el Acho. El proyecto no prosperó, al parecer, por lo poco ambicioso del plan.
En 1763 los festejos taurinos fueron encomendados a Antonio de Navía Bolaños, conde del Valle de Oselle, quien montó nada menos que 11 corridas de toros, que se realizaron entre el 11 de enero y el 15 de febrero “con algunos días de intermisión” en alguno de los cuales habría participado el Indio Cevallos. Navía Bolaños “hizo construir una hermosa plaza en el lugar nombrado el Acho; cuyo plano era un polígono de doce lados … con rara fortaleza en los tablados, hermosas galerías con tapices de seda y faroles de cristal ; decorando más este lucido prospecto, la jaula que se fabricó para el excelentísimo señor Virrey…” Como se aprecia, el asunto de los toros cobraba, cada vez, más importancia en la vida social y económica del virreinato.
EL GESTOR DE LA PLAZA
En 1765 surge quien en definitiva habría de ser el promotor y constructor de la plaza firme de Acho: Don Agustín Hipólito de Landaburo. Prominente ganadero de reses bravas en el valle de Cañete estuvo ligado al quehacer taurino por más de una década, tiempo durante el cual se perfilaron tres requisitos ha tenerse en cuenta para el proyecto de construcción de una plaza firme: 1) Ubicación de la plaza en el Acho, 2) Corridas los días de carnaval, 3) Las ganancias debían ser en beneficio de casas de salud.
LA PETICIÓN
Landaburu se presentó ante el corregidor para otorgar un poder a su cuñado para que en su representación se “presente en este Superior Gobierno y en otros cualesquiera tribunales que con derecho pueda y deba y pida se le conceda la facultad y sitio en las inmediaciones de la ciudad de los Reyes” para fabricar una plaza firme para las corridas de toros.
EL DECRETO APROBATORIO
El 15 de junio de ese mismo año el virrey Amat expidió el decreto aprobatorio en el cual, apoyándose en los argumentos de Bravo de Lagunas -quien jamás imaginó que su libro pudiera servir a tan noble propósito- señala como motivos del permiso que no sólo se trata del “espectáculo más grato” al vecindario sino que es menester “evitar en los carnavales, con esa diversión, los perjudiciales y lastimeros sucesos que se han experimentado”. Agrega que por eso sus antecesores “han procurado siempre se corran toros en semejantes días”, aparte de “atender igualmente al redificio de algunas iglesias y hospitales que con el producto de las corridas han conseguido su entera perfección”, así como “que restablezcan algunas obras públicas que sirvan a la hermosura y subsistencia de la ciudad”. En este punto no puedo dejar de pensar qué habría sido de la fiesta brava en el Perú si, en vez de Amat, hubiéramos tenido como virrey a otro catalán como los que se suelen dar en estos días -antitaurino y separatista- con quien probablemente no hubiéramos tenido fiesta y yo, en estos momentos, estaría escribiendo de fútbol.
“Teniendo presente -continúa el decreto del virrey- la propuesta hecha por parte de Don Agustín de Landaburu, que ofrece construir una Plaza o Coso de firme, en que se puedan correr toros anualmente. Y en conformidad de lo pedido por el señor Fiscal a la vista que se le dio, y le los informes del Cavildo (sic), Justicia y Reximiendo (sic) de esta Ciudad, le concedo al referido Agustín la licencia que solicita, para que pueda fabricar en el sitio nombrado el Acho, la Plaza de firme que se ha propuesto”.Y con más precisos pormenores añade: “Para que haga correr en ella toros, ocho veces al año, en otros tantos días, entendiéndose que cinco de ellos han de verificarse en los tres de carnaval y los dos jueves que le anteceden y los tres restantes a los meses de este tiempo”.
LA INAUGURACIÓN
La plaza firme de Acho fue inaugurada por el propio virrey -sin contar con la autorización del rey de España Carlos III- el 30 de enero de 1766 con un cartel conformado por tres matadores de la tierra: “Pisi”, “Maestro de España” y “Gallipavo”. El primer toro estoqueado fue “El Albañil” de la Hacienda Gómez de Cañete propiedad de Landaburu quien, además de Alcalde, resultó siendo promotor, constructor, empresario y ganadero de la que fue la corrida inaugural del bicentenario coso bajopontino.
Grabado: La antigua plaza de Acho tal como lució desde el día de su inauguración en 1766 hasta 1945 en que fue remodelada.
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