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Pla Ventura  
  España [ 13/09/2004 ]  
YO, EL TORERO

  He llegado a la ciudad muy de madrugada. Mi compromiso de ayer, tan lejano de este lugar, me ha tenido toda la noche de viaje. Recibo el saludo de los empleados del hotel, algo que les agradezco pero, mi ilusión, tras tan largo viaje, es darme una ducha fría y meterme en la cama. Necesito dormir puesto que, las horas pasan volando y, a las siete de la tarde, tengo que estar en el patio de cuadrillas. No puedo conciliar el sueño. Tomo un libro que siempre me acompaña. Ojeo y, sin saber las razones, no logro concentrarme en su lectura. Al final, vencido por el cansancio, se cierran mis ojos.

 


  Me despierta el suave susurro de Marquitos, mi fiel mozo de espadas. Me dice: “maestro, que son las tres de la tarde”. Al mirar el reloj, tengo la sensación de haber dormido muchas más horas de las que en realidad he dormido. Bajo al comedor y, tomo algo muy ligero. Apenas tengo hambre. Como un curioso más, he preguntado por la corrida y, mi gente, me han dicho que, como siempre pasa, me han tocado los más bonitos en el sorteo. ¡Qué suerte la mia¡ me digo en cada instante.


  Me quedan dos horas para empezar el rito de vestirme y, decido irme a dar una vuelta por la ciudad. El hotel, situado muy cerca de la plaza, me permite semejante dispendio. Con mi sombrero y mis gafas de sol, puedo pasar todo lo desapercibido que me apetezca. Nadie puede sospechar que, el espada de turno – uno de ellos- anda, a esas horas, paseando por la ciudad. Entro en una cafetería y pido un zumo de naranja. “Lo quiere frío” me dice el mesero. Si, por supuesto, que tengo la garganta muy reseca, le contesto sin darle más importancia al asunto. Nadie me ha reconocido y me siento dichoso por ello. Igual, quien sabe, estas personas son aficionados y, más tarde, me pueden vitorear o chillar, todo dependerá de mí.


   Son casi las cinco en punto de la tarde y, decido regresar al hotel puesto que, los míos, seguramente nerviosos por la hora, estarían expectantes por mi persona. Subo de nuevo a la habitación y, allí, sobre la silla, me espera ese vestido tabaco y oro que tanto me encanta. Comienza el rito de vestirme y, alguien, sin pretenderlo, ha dejado la montera boca arriba encima de la cama. Mis nervios han comenzado en aflorar. Ese mal presagio, lo confieso, jamás me ha llevado a buen puerto. Hoy, como se verá más tarde, tampoco ha sido mi día de suerte.


  Camino de la plaza, el apoderado me dice en tono bajito: “Está en puntas; el ganadero no ha tragado” Y, para darme ánimos pienso para mí que, tampoco es la primera que mato como su madre la trajo al mundo. Ya, dentro de la plaza, los agobios de siempre; periodistas, aficionados, gentes que te quieren saludar, cámaras fotográficas por doquier en que, todo el mundo quiere retratarse con el maestro y, al final, se despeja un poco el patio de cuadrillas y, me enfundo el capote de paseo. La hora de la verdad, está muy cerca. Han sonado clarines y timbales y, en unión de mis compañeros, hacemos el paseíllo. La plaza está llena a reventar pero, no se nota el calor de otras tardes. Me esperan; y quizás con la escopeta cargada. Es, como se dice, el peso de la púrpura.


   No me encuentro bien anímicamente y, cuando sale el primer toro, sólo de verlo, me derrumbo. Pero estoy solo; vivo mi soledad, como todos mis compañeros. Es duro ver a miles de personas sentadas en los tendidos y, en un ruedo inmenso, el toro y el torero. No soy capaz de sujetarlo con el capote y, algunos, los más intransigentes, se meten conmigo. “Cobarde”, me dicen. El animal, dicho sea de paso, no le veo cualidades para el triunfo. Me retiro a la barrera y, son mis hombres lo que llevan la lidia. Ellos se encargan de llevarlo al caballo y, más tarde, de banderillearlo. Cumplidos estos trámites, tomo la muleta y estoque y, me dirijo al toro. Intento sacarlo de la querencia de las tablas y, con un poco de esfuerzo, logro llevarlo a los medios. Unos ayudados por bajo pensaba que serían la mejor “medicina” para ahormarlo y, me equivoqué. En el primer envite que le presentaba la muleta, me tiró un derrote que, de cogerme, ahora no estaría escribiendo esto. El toro me buscaba con horror. Yo estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano que, a fin de cuentas, como  luego se demostrará, no serviría para nada. La gente me chillaba con saña; tenían razón. El toro no era de apoteosis pero, mi cuerpo, tampoco estaba para muchas leyendas. Tras tres intentos por torearlo con la mano derecha, sin más preámbulos, monto la espada para matarlo y, ahí empezó mi calvario. Un pinchazo sin convicciones, dio paso a un recital de bajonazos hasta que, el toro, harto de aquel horrible suplicio, se dejo caer. La bronca arreciaba con fuerza mientras que yo, con cabeza baja y gesto desolado, me acercaba a la barrera; hasta los espectadores de barrera, otrora más benévolos, gritaban con saña. Mi segundo enemigo, manso de libro y, todavía más peligroso que el anterior, me hizo pasar otro calvario. En otros tiempos, estas situaciones, con valor, las solía resolver. Ahora, bajo el signo de mi impotencia, ahí estoy, como un cadáver ambulante, arañando un dinero que, en honor a la verdad, ni me corresponde; son, como se presagia, los últimos aletazos de mi carrera. Mi apoderado quiere exprimir mi nombre hasta los límites de lo increíble; han sido varias las veces las que le he propuesto retirarme y, hasta llego a pensar que, como tengo un seguro de vida, quiere que un toro me mate. No lo hará. Hasta aquí he llegado. No toreo más; no quiero engañar a nadie ni, por supuesto, mentirme a mi mismo que, sin lugar a dudas, es mi peor crueldad.


   Atrás quedaron años de gloria, de puertas grandes y triunfos por doquier. Ahora, con la meditación que produce el haber sido, sigo creyendo que fui el que soy; el que muchos pensaban que era, debido a las manipulaciones que mis gentes hacían con los toros puesto que, ha tenido que ser, una autentica corrida de toros, la que me ha apartado para siempre de la profesión. Y, lo más triste de todo es que, me he tenido que marchar envuelto en el más triste fracaso. Por no tener, no tuve ni el suficiente valor para irme cuando debía. He llegado a pensar que, más que un torero, fui un producto comercial muy bien vendido en todos los “estands” del toreo. Gané dinero, es cierto; pero nunca gané el auténtico prestigio que debe de tener un matador de toros, un artista de la torería. Fui, y lo digo con pena, una marca comercial; como una escoba bien promocionada, pero nada más. Ahora, con dolor, digo adiós; seguramente, a un mundillo que, ni siquiera me correspondía. Por todo ello, a partir de ahora, rumiaré mi fracaso. Pude haber sido pero, a fin de cuentas, nunca lo logré, por mucho que mis allegados se empeñaran en decirme todo lo contrario. Los hechos cantan. Triunfé en todos los pueblos del mundo, en algunas ciudades pero, ahora, como se comprueba, quise venir a Madrid con una corrida de toros de verdad y, esa plaza, a la que siempre anhelaba y en la que jamás triunfé, justamente, me retiró.

 
   
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