En el siglo XVIII se inicia y desarrollan las bases del toreo moderno. En la primera mitad del siglo, se impone el toreo de a pie y en la segunda se perfecciona su técnica y organiza la lidia con picadores, banderilleros y matadores.
Pasar de la cruel y desordenada matanza de antaño a la lidia regular, tal como hoy la conocemos, fue un proceso largo. Para los maestros que se encargaron de hacerlo, no fue tarea fácil pues tuvieron que alternar y competir en popularidad con mozos de condiciones física extraordinarias que, haciendo gala de su desprecio a la vida, realizaban temerarias hazañas, hoy difíciles de imaginar sino fuera por así lo atestiguan los grabados que, sobre la tauromaquia de ese entonces, nos dejó el pintor aragonés Francisco de Goya y Lucientes. A estos singulares personajes, cuyos nombres quedaron grabados en la historia y la leyenda, está dedicada la presente nota.
Bernardo Alcalde, el “Licenciado de Falces”, fue un navarro de principios del siglo. De noble familia siguió estudios superiores y obtuvo el título de licenciado, con el que se le conoció. Toreaba como aficionado aún cuando en alguna oportunidad cobró por su participación en un festejo. Tenía como costumbre pasearse por el medio de la plaza, con sombrero y totalmente envuelto en su capa que sólo dejaba descubiertos los ojos, esperando la embestida del toro. Cuando esta se producía desplegaba una punta de la capa para desviar la trayectoria del animal, luego de lo cual volvía a colocársela, pausadamente, sobre los hombros, para proseguir su camino, a paso lento. Hacía otras muchas suertes pero ésta, de quebrar al toro, con recortes y cuarteos, era indudablemente su especialidad.
Juan Apiñani, nacido en Calahorra, formó cuadrilla con sus hermanos Emeterio, Gaspar, Pascual y Manuel, quien la dirigía. Fue el primero y más hábil cultor del salto a la garrocha sobre el toro y entre 1750 y 1767 toreó en Madrid y otras importantes plazas españolas.
Manuel Ballón, “El Africano”, nació en Sevilla y su historia linda con la leyenda. El apelativo le fue dado por el lugar donde tuvo que emigrar para ponerse a buen recaudo de la justicia que lo buscaba por haber dado muerte a su rival de amores de una casquivana muchacha. De tez morena, pelo ensortijado y largas patillas estaba dotado de extraordinaria fuerza y valor sin límite que, según se cuenta y escribe, le permitió hacer dinero matando fieras en África. En 1760 regresó a Sevilla deseoso de gloria y, en una novillada que dirigía Francisco Romero, suplicó a éste le dejase matar un toro. Ante la sorpresa y algarabía de los presentes, lo hizo con gracia y eficacia de un solo espadazo, ayudándose en el trasteo con la capa atada a un palillo lo que -para algunos estudiosos- habría servido de “inspiración” a Francisco Romero para inventar la muleta. Participó en numerosos festejos en los cuales dejó apreciar enorme coraje y habilidad para torear, picar y matar toros. Fue ídolo y, se dice, llegó a opacar en popularidad al propio Costillares, quien le dio la alternativa.
Martín Barcaiztegui, “Martincho”, fue un navarro, más rústico que El Africano a quien, sin embargo, superaba en arrojo y temeridad. Una de sus proezas era esperar parado sobre una mesa, con los tobillos engrillados, la acometida del toro para saltar sobre él y ponerse a salvo. Al momento de matar hacía lo propio, sentado en una silla con los tobillos igualmente engrillados, usaba un castoreño (sombrero) para burlar la embestida del toro al momento de hundirle el estoque. Con el capote -según escribe Natalio Rivas, en su anecdotario Toreros Del Romanticismo- “lo engañaba, trastornándole con recortes y quiebros, hasta hacerle caer tan jadeante y rendido, que podía sentarse sobre él, impunemente”.
José Cándido aparece cuando Martincho se creía dueño del público que aplaudía enardecido sus proezas. No logró superarlo en valor -“que eso era imposible” en opinión de los admiradores del navarro- pero si en agilidad, gracia y distinción. El escritor José de la Tijera cuenta que en Cádiz se presentó un limeño (se refería a mi compatriota Mariano Cevallos) anunciandose que mataría los toros citándolos, dándoles salida con la mano izquierda sin más engaño que un sombrero ancho y, al realizar el encuentro, clavaría un puñal en el sitio del descabello. La plaza se llenó de público pero el americano fue cogido y no pudo realizar lo prometido. Cándido que estaba como espectador cogió el sombrero, el puñal y ejecutó la suerte con éxito. A partir de ese momento el público se lo exigía en cada presentación y él –contrariado los cánones del toreo que se habían implantado- lo ejecutaba para algarabía del público que consideraba que era suerte de su invención. José Cándido fue el primer matador de renombre que perdió la vida por asta de toro. Sucedió en la plaza del Puerto de Santa María en donde al intentar hacer el quite a un picador fue cogido y muerto, el 23 de junio de 1771. Su muerte selló con sangre el nacimiento del apasionado, discutido e incomparable arte del toreo.
Finalmente llegamos al personaje americano, esta vez peruano y limeño, que aporta lo suyo en esto que fue temerario espectáculo:
Mariano Cevallos, esclavo zambo (hijo de negro e india) llamado “El Indio” –quizás por su origen americano- fue novedad en Madrid en donde se presentó en 1776 y 1777 junto a Costillares y Pepe-Hillo y maravilló a los españoles con hazañas que nadie pudo repetir en la península, como la de rejonear un toro montado sobre otro toro ensillado. Héctor López Martínez en su libro Plaza de Acho, Historia y Tradición dice que en 1776 se anunció a Cevallos de la siguiente manera: “saldrá a sesgar al octavo toro y amarrarlo a un palo que a este fin habrá en el medio de la plaza para ensillar luego al bicho y montarlo con valor y bizarría, de forma que aunque a dicho toro se le pondrán banderillas y se le capeará, Mariano, montado sobre él, distribuirá dulces a los amigos y picará después con vara de detener al noveno toro, que también banderilleará y matará, ejecutando antes, con un rejón, al que le sirve de montura”. Mariano Cevallos murió en la plaza de Tudela víctima de una de sus temeridades, en fecha no determinada.
* Ilustración: EL FAMOSO “INDIO” CEVALLOS REJONEANDO UN TORO DESDE OTRO TORO ENSILLADO – Litografía de Francisco de Goya y Lucientes 1797.