Tras haber escrito miles de folios, hoy, he sentido la necesidad de rendir este homenaje a una señora maravillosa que, dichoso de mí, viví en sus entrañas. Han pasado seis lustros desde que, Soledad, un día, cansada de este mundo ruin y traidor, se marchó junto a Dios.
Ella vivió una época distinta a la actual. En aquellos años, la paz era una constante en el alma de los seres humanos. No había prisas. Se vivía el presente con una pasión desmedida. La gente rezaba y amaba. ¡Qué bello¡ Mis recuerdos de tan singular mujer me hacen sentirme dichoso. Disfruté, junto a ella, del amor, de la ternura y de todos esos condimentos del alma que nada tienen que ver con las cuestiones crematísticas. No teníamos dinero, ni tampoco ambiciones absurdas. A Soledad, sólo le distrajo la vida.
¿Que otra cosa podría entretenerle? Ella era la alegría, la solidaridad y la vida para todos los que estábamos cerca, a su lado. En mi mente siempre guardaré, aquella, su inacabable sonrisa.
Ahora, cuando el mundo camina desesperadamente hacia el abismo, recordar aquellos años es un ejercicio bellísimo para mi alma. Añoro aquellos tiempos y, por supuesto, aquellas gentes. Soledad me enseñó la bondad, el amor y, ante todo, a sentir por los míos y por los más. Sentir es la sensación del alma, algo muy distinto a oír. Que nadie lo confunda.
Conozco a personas que, de chiquitas, tuvieron todo lo que con dinero se podía comprar. Es tremenda la confesión que me hacía un día una mujer, la cual, a este respecto, me decía que lo tuvo todo: pero no tenía nada. Claro. No tuvo amor cuando más lo necesitaba. Yo, dichoso de mí, junto a Soledad, disfruté del amor a manos llenas. La elegí como madre por la misma razón por la que Dios la eligió como hija. Ella nunca pudo lograr aprender nada puesto que, cada vez que estaba por aprender algo llegaba la FELICIDAD y la distraía. Nunca usó agenda puesto que hacía sólo lo que amaba y, eso, se lo recordaba EL CORAZON. Se dedicó sólo a vivir, dejando, como digo, que la distrajera la vida.
Mi tesoro, lo confeso abiertamente, en mi vida, han sido las bellas lecciones que aquella singular me dio. Ella logró inculcarme que todo lo material se destruye y que, sólo lo espiritual te puede dar felicidad. Es decir, me inculcó el alimento del alma. Cierro los ojos y, parece que le estoy viendo en sus pláticas en este sentido. Era como un libro abierto. Me cantaba sus canciones y me sonaban a la mejor música divina. Mis nueve meses en sus entrañas y otros quince años a su lado, fueron más que suficientes para aprender que, como ella me decía: que hay una sola raza y se llama la humanidad; una sola religión, el amor; un solo lenguaje, el del corazón y, un solo Dios, y está en todas partes. Con esta filosofía de vida, ¿quien no hubiera sido feliz junto a Soledad?
Hay días en que me pregunto si en esta época, Soledad, hubiera podido “vender” aquella mercancía de su alma, como era la bondad para todos los que la rodeaban. Tengo la certeza de que, a pesar de todos los pesares que hoy tenemos que sufrir, Soledad, hoy en día hubiera formado un mundo a su medida, con el afán de servir a los más desvalidos. ¿Sabes qué? Dios te eligió como hija como yo te elegí como madre y, por esta razón, el Altísimo te llevó pronto a su lado. Aquí, en el mundo, en tan poquito tiempo como estuviste junto a nosotros, te sobró tiempo para enseñarnos tus grandes lecciones, tus bellas sinfonías de amor, paz y ternura. Aquí, en el mundo, lo lograste todo, por eso, un día, sin dejarte apenas sufrir, te llamó Dios a su lado. En el Cielo había un hueco por cubrir que tú, sólo tú, podías ocuparlo. ¡Por eso te llamó Dios¡
Pla Ventura.