Analizar todas las posturas que se dan cita dentro de la torería andante, puede resultar tarea ardua, aunque, dicho en dos palabras, podríamos resumirlo en valientes y artistas y, como dijera algún que otro buen aficionado, cualquier loco puede ser valiente puesto que, en ocasiones, la falta de cordura por el ansia que pueda producir alcanzar el éxito, puede llevar a cualquiera hasta los límites de la locura. Son, en definitiva, los llamados toreros valientes, nada desdeñables, por cierto.
El torero valiente es capaz de asustar al personal; el torero artista, emociona, que es muy distinto. El torero arriesgado, hasta es capaz de contagiar al aficionado de ese miedo que, en ocasiones, parece que se lo ha sacudido el torero y lo reparte entre los aficionados; el torero artista, cuando surge la llama de su arte, embelesa, encandila y llega a estremecer, hasta el punto de que el aficionado sienta en su cuerpo, esa extraña sensación de felicidad, difícilmente alcanzable.
De toda la vida de Dios han existido las dos vertientes del toreo, enclavadas dentro de sus nobles protagonistas. Pero no hay más remedio que hacer la propia selección; hay que quitar la paja del limpio trigo. En la siega, todo es cosecha; pero en la recolección, hay que cribar, por tanto, quedarnos con lo bueno y apartando lo malo. La paja, no lo olvidemos, también sirve; de comida para los burros, pero es válida. Luego, con el trigo, hacemos el pan, uno de los manjares más preciados de la mesa.
Tras esta metáfora explicativa, en los toros pasa exactamente lo mismo que en la vida propia de cada día. Todo el mundo tiene su sitio; mientras se ejerza con honradez, la profesión de torero, siempre será digna del mayor de los respetos. Pero si al respecto le unimos la admiración y que, por ésta, el torero logre que se nos ponga la carne de gallina, que se nos erice el vello, seguro que estamos llegando al clímax más intenso de nuestro ser.
Seamos valientes; pero sin rozar el abismo de la locura. Mal camino toma aquel torero que pierde la cordura cuando, como se sabe, la profesión de torero requiere a los hombres más lúcidos del universo puesto que, entre otras cosas, se están jugando la vida. Y para jugarse uno la vida debe de tener una concienciación muy clara al respecto de lo que está haciendo. Nadie exige que el torero esté loco puesto que, si un torero tiene que encandilar por aquello de asustar al personal, conozco muchos de ellos que, en el camino quedaron ellos y sus locuras. El toreo es algo más que la valentía infame por aquello de la irresponsabilidad de cerebros mal amueblados. Para ser torero se necesita ser valiente, por supuesto; pero igualmente se precisa de ese grado de responsabilidad por no pisar nunca era raya que separa la cordura de la locura.
Negar al que, de una u otra forma, es capaz de jugarse la vida, aunque sea irresponsablemente, es algo que jamás haré. Pero, si se me permite – y me supongo que sí- me quedaré siempre con el torero artista, con el hombre que, a través de su arte, sea capaz de emocionarme y de trasportarme a ese mundo imaginario en que, cada vez que uno palpa el arte dentro de una plaza de toros, siente como si le hubieran quitado muchos años de encima; éstas y mil sensaciones más son las que un siente cada vez que surge el artista verdadero.