La televisión se ha convertido en una especie de iglesia en la que se rinde culto al Dios consumo. La televisión, como representante de esa deidad, tiene también la capacidad de hacer milagros: puede encontrar a los desaparecidos, sanar a los enfermos, hacer ricos a los pobres, reconciliar posiciones, crear o destruir… En última estancia también sirve como confesionario donde cada cual se purga a su manera. Además denuncia y juzga. Pocas cosas quedan fuera de su alcance y nadie, excepto, y de momento, algún que otro prímula veris, que se acompaña de un escote hasta el monte de Venus (la mujer en el ente ya es del todo un objeto), está a salvo. La televisión, como artefacto de culto, se ha convertido en un ser totalitario, cínico y totalmente despótico que promueve valores falsos y mezquinos y por lo general excesivamente tiránicos: tratos indignos y castigos fatales. Y nadie está a salvo de su poder de castigo. Quien hoy te alaba, mañana te destruye, todo vale a fin de conseguir el dorado y es que la televisión, además, es maquiavélica y nos inculca a todos su valor básico y fundamental de que el fin justifica los medios.
Nadie está libre de pecado en este asunto del juego vil de la televisión. Hubo quien dijo que tenemos la televisión que nos merecemos y no le faltaba razón: todo este tinglado lo mantenemos nosotros, audiencias activas o pasivas, pero siempre audiencias. Las empresas de teledifusión argumentan que programan lo que el público pide. El público se excusa de sus decisiones frente al aparato alegando que ven lo que echan. Se ha conseguido crear una situación indescifrable que consiste en adivinar si es la televisión la que hace a la sociedad o la sociedad la que hace la televisión. Ya Platón y Aristóteles discutían sobre un tema parecido pero en su discurso los actores eran individuo y sociedad. De momento el enigma está por descubrir. Pero en el discurso televisivo el individuo ha sido sustituido por el propio ente y se conforma como un pelele en manos de una caja parlante, se le quita, incluso, la capacidad de interactuar inteligentemente, y su libertad de acción se maneja desde ideas mediáticas. Y es que cuando el individuo era algo era precisamente eso: ideas. Otro objetivo de la televisión es crear un pensamiento único, que en principio ni siquiera es democrático y por supuesto sí alienable y alienante. Pretende convertirse en representante ideológico de ese individuo previamente destronado aunque la columna vertebral del discurso mediático sea la libertad de pensamiento y de opinión (rara vez encontramos en televisión más de dos opiniones sobre un tema).
Al toro le ha tocado ser protagonista reincidente del mes de septiembre, momento en que el punto álgido de las ferias ya ha pasado. La tele quiere hacer ahora de salvadora (¿o destructora?) de La Fiesta y nos viene con la novedosa noticia de que los toros se afeitan. También dicen que se drogan, que ya es más complicado, y que las orejas se compran por maletines que no terminan de explicar a quién llegan: ¿Al presidente de cada festejo? ¿Al público que ocupa los tendidos de sol? ¿A los de sombra? ¿A ambos? ¿Quizás a un publicista? Ya no quedan publicistas de toreros como en los viejos tiempos. Aquellos sí sacaban una oreja a costa de ¿un maletín? Billetillo de mil duros y ya era demasiado. Como aquel Diamante sacromontano de las gafas sin cristal, de guayabera y gorrilla, de bastoncillo de junco, que al grito de “¡Eso es torear, música maestro y viva España!” ponía una plaza en pie. O Curro Fetén. Nunca creo que vieran ellos un maletín, ni siquiera vacío. También dicen, para ser más exactos lo dice un tío tapado en la sombra y a quien no se le ve la cara, que afirma ser torero pero que se parece mucho a un primo mío de Sierra Morena que lo echaron de casa por impostor, que los toreros se drogan para torear, que no sabemos si será verdad aunque en todas las casas cuecen habas y en los estudios calderadas, que eligen con quien torean e incluso lo que torean y ahí va a parecer que el elemento en cuestión sabe algo de toros aunque de ahí a que pueda ser torero…( he leído en un medio taurino que en verdad se trata de un torero pero yo, como Santo Tomás, si no lo veo no lo creo. Cómo se puede, en plena sociedad del conocimiento pragmático y científico de la vida, pretender dar por fiables las declaraciones de un hombre tapado, de una voz en una máquina grabadora, de un mensaje telefónico…). En fin, que nos han dejado el patio hecho un erial y lo peor, malas leches a parte, es que no les falta razón. Que es verdad que los toros se afeitan, que en algún momento se han drogado (los toros) y que los toreros, los pocos que pueden permitirse esos lujos, eligen lo que torean y con quien lo torean. Es sapiencia popular. También las emisoras eligen lo que programan y a la productora que se lo compran.
Cuando algún portador de micrófono pregunta a los interesados qué pasa con estos temas, la primera reacción suele ser querer darle un par de hostias de las que te avían, según dicen, al periodista, que lo está deseando, con las cámaras ahí detrás, que todo lo ven. O mentarle los muertos suyos y de su director, o amenazar y acabar sujeto y retenido por los amigos para no imponer sacrificio eucarístico a semejante bocazas. Conductas todas que despiertan duda y mala prensa y lo peor, lo peor de todo es que no podemos defendernos, que nos acusan de cosas que en su mayoría son ciertas y que son famosas. Que el fraude en el toreo existe no hay manera de negarlo, que no se quiere solucionar, que tenemos el enemigo en casa, denlo ustedes por seguro. Y así, el día que vienen a por nosotros lo más fácil es buscarnos el punto débil y a partir de ahí ya juego sucio. Y ¿quién es el bonito que defiende todo esto?