La feria del Puerto de Santa María se espacia en el tiempo. No es como esas ferias habituales que suceden en el transcurso de una semana. El Puerto reparte sus carteles a lo largo de julio y agosto, sin que parezca que exista en su programación un orden lógico y se convierte en plaza de temporada de verano. Es una plaza grande y bonita, de albero luminoso bajo el sol de Cádiz, donde todo adquiere aires de otros tiempos y donde la estética se cuida hasta en el menor detalle, donde se tiene la impresión, antes de empezar la corrida, que los toreros saldrán vestidos de goyescos. La plaza, de considerable tamaño, con palcos presidenciales en donde el clarín se viste de lujo, se abarrota de gente, se engalana con guirnaldas y banderas. Ver toros en El Puerto es diferente. No le faltaba razón al Gallo al decir aquello de que quien no ha visto toros en El Puerto no sabe lo que es una auténtica tarde de toros. El cielo, el albero, el público y la liturgia dan al Puerto sensación de eternidad en la fiesta de los toros y nos traen reminiscencias del pasado.
Cerca de allí, en Jerez de la Frontera, una familia gitana celebra el bautizo de un nuevo miembro. Lo hacen en el patio de una casa de vecinos, en el barrio de Santiago, todo sentados en corro, alrededor de un espacio donde se canta y se baila. Hoy hay invitados de sitios remotos, de mucho más arriba que Despeñaperros. En el centro del grupo, uno de ellos se desabrocha la camisa, botón a botón, delante de una gitana. No se mueve, pero de alguna manera mantiene el ritmo en su cuerpo que se mece casi imperceptible al compás de las palmas. Luego, cuando termina con el último botón, muestra su pecho moreno, coge con su mano derecha la parte contraria de la camisa y la ajusta en la cintura. Pega dos pataditas al suelo y ya todo es magia y arrebato en su baile, acompañado por los jaleos del resto del grupo, locura y arte esontáneo. Y así, unos tras otros van desfilando por el centro, ahora son ellos, ahora ellas y la juerga gitana se alarga en la noche del barrio de Santiago. Nos cuentan que ya no es lo habitual porque las casas de vecinos están quedando vacías y los gitanos de ahora buscan sus hogares en otros barrios de la ciudad, más modernos, más cómodos y confortables. Las juergas en los patios de Santiago, nos dicen, están a pique de desaparecer. Pero lo bueno de esta noche ya ha pasado y ese es el comentario de la reunión. Porque antes ha bailado Luisa y hace más de veinte años que nadie la ve bailar en una juerga y hasta ha cantado y todos están maravillados y no paran de contarlo. Pero hemos llegado tarde y Luisa ya no está, ya se ha marchado.
Al día siguiente conocemos a Luisa en su casa de Jerez. Es una gitana guapa, con duende, que tiene arte sólo con ser, que te mira y consigue que te sientas bien. Hay algo mágico en la mirada de Luisa. Con ella está José, gitano paulista que guarda como oro en paño su archivo de Rafael de Paula. Todo lo ha coleccionado durante años. Se podría decir que en todo este tiempo no ha tenido otro pasatiempo que coleccionar videos, fotos, noticias, reportajes gráficos y escritos der Paula. Cuando toreaba lo seguía a todas partes. Hoy se queda en casa viendo videos y sólo acude a la plaza si hay algún torero que le diga algo, que sepa torear como él siente, con duende y pellizco. Me enseña su tesoro y enseguida ambos comprendemos que nos une una causa común, un forma de entender la vida y el toreo. Y es que como nos decía en la puerta de la plaza del Puerto el cantaor Rancapino, que hizo sus pinitos taurinos junto a Camarón: “¿Qué significado tiene un muletazo si no duele aquí?” y se tocaba el pecho con la mano. No se puede dar un muletazo sin que duela, ni tampoco un natural, igual que no se puede dar un Ay sin que duela, porque entonces ya no hay sentimiento y sin sentimiento no hay arte.
A Tamara y a los suyos.