En estos días he tenido la fortuna de volver a leer un libro taurino que, en su momento, me pareció aleccionador y realmente emotivo. Su lectura, lo confieso, engancha; su autor, al poner el alma en su cometido, así lo supo lograr. Se trata de CÚBRELO DE LUCES, la historia en la que, Alaín Montcuquiol, se retrata a si mismo y, a su vez, biografía a su hermano con una nitidez extraordinaria. Da gusto pasearse por la vida y obra del mejor torero que ha dado Francia, precisamente, de un hombre que su madre lo alumbró en Alemania. Curiosa la historia.
Alaín cuenta, a lo largo de sus más de doscientas páginas, las peripecias que tuvo que sortear cuando quiso ser torero; su desengaño al ver que no pudo ser y, como eclosión fantástica, lo que resultó ser su tremenda alegría al comprobar que, su hermano, pudo hacer realidad lo que era su sueño: SER TORERO.
Este hombre, con su narrativa particular, nos pasea por el Madrid taurino de los años sesenta y setenta; reverdece viejos laureles en el alma de todos los que pudimos vivir aquellos años y, sin duda alguna, gracias a la pluma de Alain, nos adentra en el corazón del propio taurinismo y, sus vivencias, quedan grabadas para siempre en la mente y corazón de cuantos sentimos los devenires de esta fiesta singular que, como en el caso de este torero francés, quedó prendado con la magia taurina.
Christian Montcuoquiol no fue un torero cualquiera; durante sus años como matador de toros supo competir con todos los de su época, alcanzando, como era palpable, la condición de torero importantísimo, siempre, en reñida competencia con los astros de la toreria mundial. Nimeño II, que así se denominaba el francés, logró cotas inimaginables para un torero francés de aquella época; sin lugar a dudas, Chistian, abrió de par en par las puertas de la ilusión de tantos chavales franceses que, gracias a sus éxitos, a sus triunfos singulares, enardeció a la afición de su país, ante todo, para que a lo largo de estos años nacieran tantos valores como ha demostrado la afición vecina.
CÚBRELO DE LUCES, el libro, no es otra cosa que un bellísimo homenaje en el que, Alaín, ofrece en memoria de su hermano, como explico, el diestro francés de mayor repercusión por todo el mundo taurino. Si en España logró la rotundidad del éxito, en todo el continente Hispano, resultó ser ídolo admirado, de forma concreta en México, habiendo paseado sus éxitos por todos los países de habla hispana. Son infinidad las anécdotas que nos relata Alaín de las que, con fortuna para él, pudo ser el testigo de excepción de una carrera plagada de éxitos. Nimeño II, como nos explica su hermano, resultó ser un torero de raza; un hombre apasionado en su quehacer que, su única razón de ser, como se comprobó, era ser torero. Quiénes tuvimos la fortuna de verle, lógicamente, pudimos admirarle y, refrendar, ante todo, las vivencias e ilusiones que su hermano nos relata en dichas páginas.
Posiblemente, Nimeño II, gracias a su profesión, pudo salir del ostracismo en el que estaba sumida su vida; privaciones de todo tipo, amén de otros sinsabores que, Alaín, tuvo que soportar en su quimera por ser torero; pero más que todo el beneficio crematístico que pudiera soñar este torero, sus metas, resultaron ser las de un torero que, pudo más su afición, que todo el dinero del mundo. Para ser torero consagró su vida este francés singular; era, como se sabe, su única meta. Su cuerpo estaba lacerado por innumerables cornadas; pero ninguna hizo mella en el cuerpo y corazón de Nimeño II; sólo aquel maldito toro en Arlés, acabó con sus ilusiones. Por supuesto que, no era una cornada puesto que, de las mismas, siempre salía victorioso; resultó ser una lesión de vértebras las que se produjo en la brutal caída tras una cogida espeluznante. Luchó Nimeño II sin denuedo por recuperarse; hizo incluso el milagro de recuperar al hombre; pero él quería más, mucho más, como era lograr que el torero que llevaba dentro, pudiera volver a pisar la arena de una plaza de toros. No pudo ser y, tras unos años de calvario, decidió ponerle fin a su vida, algo que respetamos.
Gracias, Alaín, por recordarnos, por inmortalizar en las páginas de un libro, justamente, al torero más grande que ha dado Francia en toda la historia taurina de este singular país. Nimeño II lo dio todo, justamente, hasta que un toro maldito truncó sus ilusiones y, como se demostró, su vida toda. Se marchó Nimeño II a un mundo mejor porque, en este, ya no le quedaban ilusiones ni sueños y, como diría el poeta, ¿qué es un hombre sin un sueño?