Amagaba en el camino, apretaba según se aproximaba uno a la bella plaza portátil y fue llegar a sus puertas y aquel vendaval se nos echó encima de aquella manera, que todos comprendimos que era una señal. Si buena o mala, vaya usted a saber, pero señal al cabo. Toda la fuerza del cielo se ciñó a “La Monumental” de El Rebolledo y le dio varias vueltas a su redonda cintura; el polvo era infinito, pero los lodos todavía ni se adivinaban. Lo que era cierto, es que allí iba a pasar algo, y pasó.
Pasó que el cielo mandó un ángel a poner orden en la maltrecha fiesta, en el bodrio de toreo que se estila hoy, y de paso vino a recordar que ya en otras ocasiones hizo llegar el diluvio para purificar y que está dispuesto a ello de nuevo, si aquí en la tierra nadie es capaz de volver a poner en el lugar que se merece el Arte de Torear y, de paso, hacer justicia con la autenticidad de un Torero que lo es por la gracia de Dios, allá penas si es creyente o no. Y es que Gregorio Tébar “El Inclusero” es un torero celestial. Aquí en la tierra, muchos se conformarían con llamarle, en lenguaje más moderno, un torero “bestial”. Nosotros optamos, por justicia, situándole por encima de los toreros que solo están a ras de suelo.
Abrirse de capote y acabar el vendaval, fue la última señal del cielo. Y créanlo o no, pero un ángel había en el ruedo, vestido de tabaco y oro, que fue desgranando -sin hacer ningún polvo con sus zapatillas- todas las suertes del toreo. Desde la forma de coger el capote, adelantarlo, traerse el toro toreado y rematar los lances hacia dentro; de cómo pisar la arena, no digamos, la torería recién llegada de un mundo superior. Y llegó la muleta, y allí fue cuando del cielo cayeron unas gotas que anunciaban un nuevo Bautista que venía a convertirnos a la nueva fe torera. Le costó poco. Describir cómo eran cada uno de los muletazos que allí se vieron, me confieso incapaz de saberlo escribir, valga decir que nunca el toreo fue tan sencillo, tan natural o tan bello y, se puede asegurar, que da igual con quien se quisiera comparar. El milagro sucedió en una humilde plaza, pero es que Dios no elige el lugar de sus milagros en relación directa con los habitantes de su población.
Esos minutos saciaron la sed de aficionados que unos cuantos fueron hasta allí a encontrar. La presentación de la muleta, la instrumentación de los naturales más lentos que jamás se hayan podido ver, los cambios de mano, las trincherillas, los cites auténticos, los pases de pecho hondos, los redondos nunca tan redondos, la majestuosidad y la elegancia en su ejecución; pero por encima de todo, la naturalidad con que se fraguó. Y si a alguien le cabe alguna duda, sobre que un ángel se vistió de tabaco y oro, debe conocerse también que dos estocadas arriba acabaron con las reses que sirvieron para completar la obra descrita; El Inclusero sólo no lo habría hecho, pues todos sabemos algo de su manejo de los aceros. Pero estaba el ángel, que vino a anunciar la llegada, el retorno, ¡qué digo! la presencia del mesías del toreo entre el escalafón, oculto por la falta de contratación y que no está dispuesto a renunciar a seguir predicando la buena nueva del Toreo con mayúsculas. El mesías que reclama la afición.
Naturalmente, lo de menos fueron las tres orejas que se llevó al esportón, aunque también se habrían cortado en Madrid, así como la presentación del ganado, acorde con la categoría de la plaza, sino el reencontrarnos con la esencia del toreo y su aplicación en el arte de torear. Siguiendo con la metáfora que da título a este escrito, digamos que a los asistentes nos tocó la lotería, que como sucede en los sorteos ordinarios de la misma, es veleidosa la fortuna y el “gordo” va a caer en cualquier lugar por pequeño y escondido que esté. En este caso fue El Rebolledo, un pueblo de Alicante, que cuenta con el acierto de tener una administración que se llama “La ilusión del Cielo”. Ahí compran sus décimos. Ahora se entiende.
Para amantes de estadística, digamos que además de un ángel, alternaban en el cartel Rafael Camino y Niño de la Taurina, así como el rejoneador Arturo Cerro. Todos cortaron una oreja y su actuación fue en todo caso una actuación terrenal. El sorteo dejó el “gordo” en El Rebolledo y del resto de los premios nada, sólo algún reintegro. Ni se podía pedir más, ni el cielo anda repartiendo milagros a pares o montones. El cielo sabe esperar y la afición auténtica también.
A la salida, de aquellas fuerzas de la naturaleza y sus vendavales, no quedaba nada, pero los corazones de los aficionados, algunos llegados de Madrid, iban de nuevo repletos del sabor dulce del toreo auténtico. Mucho y suficiente para aguantar el largo ferial isidril, donde ni de lejos -en treinta tardes- veremos nada parecido a lo presenciado en este ya santo lugar. Amén.