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Llegó la décimo primera corrida de la temporada grande en la Monumental de Insurgentes y con ello, una tarde-noche llena de acontecimientos que quedan en la historia de este recinto en la temporada invernal.
El cartel fue muy rematado por tres espadas mexicanos, Federico Pizarro, Fermín Rivera y Gerardo Adame, que enfrentaron toros de buena lámina del hierro de San Mateo.
Era la tarde de despedida del Matador Pizarro, quien vestía en armonía con el color del cielo de enero, gris perla y oro con toda la elegancia que siempre lo caracterizó. Salió al tercio para recibir la cálida ovación y un reconocimiento que le entregaron los Matadores Francisco Dóddoli y Juan Luis Silis.
Los toros seleccionados para esta tarde llevaron el prefijo de “Dones” título de protocolo y cortesía que da España a los señores de la nobleza, de tal manera que salió al ruedo “Don Nacho” a quien el diestro le pegó una tanda de lucidas verónicas y chicuelinas y un remate con una cálida revolera.
Brindó la muerte del astado a su esposa, quien lo acompañaba junto con sus hijos y otros familiares en una barrera, en esta tarde tan importante que consumaba su camino profesional. El matador fue estructurando su faena con severos doblones con mucho mando, seguidos por derechazos y remates de gran solera, aunque el toro era complicado y disperso. Intentó por ambos lados con esas finas hechuras que la afición vamos a extrañar. Se tiró a matar tras dos desaciertos y una media que terminó con la vida del burel de esta emblemática ganadería.
En el segundo de su lote, “Don Gustavo”, un ejemplar de hermoso pelaje, berrendo en cárdeno era una armonía de paisaje invernal, pareciera tener hermosas lunas plateadas; lo toreó de capa con mucha alegría, rememorando las caleserinas, minutos después imperó la melancolía, esa que se apodera de la tauromaquia en tardes como estas. El diestro siguió rompiendo en grandes detalles, brindó a su padre la faena del adiós.
De hinojos, pegado a tablas, con la muleta firme, inició su faena e imprimió un doblón de firmeza. Inevitablemente, las golondrinas volaron del pentagrama desde el palco de la banda de música de la monumental, mientras él, fue escribiendo estrofas de muletazos con la derecha y la izquierda tras un molinete invertido; su padre bordaba el llanto, el diestro también y el cielo se solidarizó, vino un trincherazo, una tanda más de derechazos y el de pecho, desde el pecho, en esos lances que llevan todo el sentimiento de la liturgia que se perfila al finalizar el ritual. Se perfiló, tiró el acero que fue incompleto, pero suficiente. Se pidió que la paloma blanca iluminara el palco de la autoridad y así fue, el matador dio la vuelta al anillo, mientras en la plaza y el callejón inundaba la nostalgia al ser un torero más que se retira.
El matador con nombre de poeta granadino, se llevó la oreja, misma que matizó de arena que empezaba a estar húmeda en el ruedo de la plaza, para seguro conservar dentro de sus tesoros táuricos; no obstante prosiguió a lo que pocos se atreven a hacer, cortarse la coleta, todo un momento de rito, puesto que las protocolares ceremonial que mucho significan en las diferentes sociedades, se han ido extinguiendo en los “tiempos líquidos” que definió el sociólogo Zygmunt Bauman por cierto, recientemente fallecido y que vemos día a día como se apoderan de la posmodernidad.
¡Gracias Matador Pizarro, por su brillante trayectoria y ser parte de la historia del toreo nacional!
El matador Fermín Rivera, vestido como los reyes, de escarlata y oro, recibió a “Don René” un cárdeno oscuro, que lucía bien puesta su divisa rosa y blanca, le pegó unas verónicas de altura y una media de pellizco que lo enalteció. Luego vino el tercio de varas, el oportuno quite del subalterno Rosales y la puya de Morales y el tumbo amoral del equino, que hizo caer al del castoreño aparatosamente; tras el desorden del tercio por el agitación del incidente, siguió la faena por derechazos, todos ellos llenos de torería, el astado, acudía a la reunión gracias al empeño del Matador potosino, que esta tarde, traía el jaleo en la garganta de su tablao de arenas, llevando al toro en palmos de terreno que arrebataron la oración del olé. Tuvo dificultad con el acero, así es la hora de la verdad.
En su segundo “Don Diego”, un berrendo bragado y calcetero, lo toreó de capa por verónicas y chicuelinas, prosiguió a brindar al matador Pizarro, mostrando gran empeño al ejecutar derechazos y naturales de buen talante; se complicó el epílogo y finalizó con un certero apunte de verduguillo, el silencio habló.
Gerardo Adame, vestido al color del vino de bordeaux, enfrentó a “Don Antonio”, que muy entendido lo bregó extraordinariamente con cadencia magna y una revolera que desmayó al mismo percal. Con la pañosa, estuvo siempre lleno de voluntad, se vio un Adame decidido elaboró una buena faena que finalizó por manoletinas, lamentablemente el acero no fue lo ideal, salió al tercio tras el aviso de la autoridad.
La pañí se había apoderado de la noche, así recibió a su segundo, de nombre “Don Toño”, cada tercio se fue complicando en medio de arenas movedizas, pero el joven Matador que puso en alto los valores que da el toreo, lleno de valentía y entrega se fue encumbrando con el toro, que se acomodó al encuentro que el destino los unió, Por la lluvia brillaba el fino pelaje del toro, igual que los estupendos derechazos que dibujó, en una variada faena empapada literalmente de oficio, con cambios de mano por la espalda; la afición buscaba refugio en las alturas y jaleaba el ¡torero, torero, torero! Su faena era una intensa escena que daba elementos para la pintura, y la poesía. El final no llevó apéndices, una estocada trasera, y un par de descabellos, pero lo logrado, habla mucho del pedazo de torero que es Gerardo Adame.
La plaza quedó bañada en llanto, y soleá, conjugando una serie de emociones que trasladan a la reflexión del despunte de los años nuevos, siempre repletos de añoranza y nuevos cielos de estrellas por bordar.
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