¿Por qué te gustan los toros? es una pregunta que admite varias respuestas, inmediatas. La hacen con frecuencia quienes nunca han ido pero rápido se dan cuenta que uno está embelesado y le va la vida en ello. Lo cierto es que cada vez que uno asiste al rito taurino ese porqué se alimenta, se hace más grande pues cada encuentro con tauro es aprender algo nuevo.
Lo que se ama es infinito como un redondel, por eso de repente nos descubrimos ante un nuevo motivo o reafirmando viejas razones; el domingo, chanelando con mi cuadrilla, recordé que me gustan los toros porque mientras en otros sitios los valores son teóricos, en el ruedo son realidad.
Ahí estaba Roberto Román, listo para debutar en la plaza más grande del planeta pero también atento, dispuesto a hacer el quite a un compañero; sin dudar le echó el capote a un novillo y dejó a salvo a su alternante. En eso andaba cuando se le dobló el tobillo y cayó al ruedo, sin consecuencias afortunadamente. ¿Dónde más hay esa fraternidad? ¿la vemos en nuestro día a día?
En qué otro lugar está el arrojo del hidrocálido, que responde al compañero que le hace un quite a su novillo con gallardía y se planta en los medios de la plaza para dejar bien clarito que en el ruedo -mientras no esté en peligro la vida de alguien- los alternantes no son amigos sino rivales, que viene a por todo. Tremendo golpazo se lleva, de nuevo sin nada que lamentar; pero lo cierto es que como dijo César Zaragoza, un golpe de esos te envalentona o te echa para abajo. Fuerte y valiente siguió toreando. Los toreros -los taurinos- como los toros se crecen ante el puyazo, eso también lo hemos aprendido de nuestro tótem.
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Roberto Román es fruto de las semillas que en su día plantó la Escuela de las Artes y el Toreo en Hidrotermápolis. El chico conserva facciones de niño pero tiene fuerza en sus manos para cargar con el capote de un hombre, dónde más nos entregan chavales de dieciséis años seguros de lo que quieren hacer.
Cuántos de su edad consiguen serenar la osadía y la transforman en arte ante una afición como la capitalina -de la que hace una semana apuntábamos sus exigencias-. Si triunfó sin cortar trofeos es porque además de torear sin escatimar valor, con su capote le regresó al aficionado la posibilidad de tener un torero que no limita la suerte a verónicas y chicuelinas, sino a la variedad en los lances así como buen gusto; Roberto Román triunfó a pesar de las fallas con el acero porque en el último tercio amarró zapatillas y alma en la arena de la México para entregarse sin perder cabeza e interpretar y ligar el toreo con temple. Sus trazos largos son el triunfo de la fiesta brava. Con ello la fiesta gana en profundidad y estética, en calado y plasticidad. ¡En horabuena! .
*Fotos: Humberto García "Humbert"
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