Foto archivo

Curro Díaz necesitaba un éxito en una plaza importante, que recordará a los públicos que está en esto por algo, que tiene nombre en las ferias porque esconde un secreto en su toreo. Cuando como hoy en Bilbao ese secreto salta al ruedo, el aficionado percibe un olor a toreo de otros tiempos, una manera de torear que se pierde, que ya reside en muy poquitos por no decir que solamente reside ya en él. Es el toreo de la figura que se compone como sin querer, como con desgana pero que queda perfectamente compuesta, con el compás abierto o más vertical, la barbilla metida, los riñones reposando sobre la cadera, la mano que manda caída, pero mandando, y el temple, la suavidad de cada lance y la colocación. Con todo esto, la faena tuvo ciertos altibajos pues tras cuajar en los inicios dos tandas sensacionales en la derecha, cayó un poco, quedó muda, hubo algún que otro enganchón y protesta del toro. Curro volvió a meter al público en el lío ahora con el toro más templado, ya perdiendo esa elasticidad con la que había tomado los primeros muletazos. En la suerte final, en la primera entrada el acero debió tropezar con otro acero, éste de arpón, y la espada salió como resbalosa por el costado del toro. Una entrada rara que había que volver a intentar. Y entonces gran estocada, pero grande de verdad, fue un visto y no visto, fulminante.