Enrique Ponce toreó en Las Ventas como en el patio de su casa, con las mismas ganas que podría torear para unos amigos en una fiesta familiar, con el mismo entusiasmo de una celebración singular. Tiene su toreo un poso y singularidad, que se traduce en elegancia. Es verdad que con los años el medio pecho que daba a los toros, herencia del toreo de los años 80 y 90, se va poniendo de perfil como el toreo de este siglo XXI, pero no acaba de perder la compostura por ello. A su primer manso le buscó las vueltas con rapidez para tras una faena marca de la casa, con esa rara mezcla de superficialidad y brillantez, remató con una serie de ayudados por bajo, con la pierna contraria muy adelantada, llevando al toro toreado y largo.  Ponce pasando a Rumbero por la derecha Lo bueno vino en la faena a Rumbero-24, manso, falto de voluntad para embestir y de fuerzas para seguir la muleta, lo que le llevaba a puntear y levantar la cara. Aunque no daba especial sensación de peligro, tampoco pasaba en la muleta.
Tras un trasteo en el que se transparentaba la seguridad del matador, en el que no sobraba ningún pase, ni había descanso para el toro que no dejaba de puntear la muleta, Ponce humedeció levemente la pañosa, quizá para darle un poco de peso que le faltaba y volvió al toro, al que le obligó a embestir en una serie por la izquierda y otra por la derecha. Nada más y nada menos. Obligar a embestir a un toro que no quiere y hacerle pasar en una serie por el pitón izquierdo y otra por el derecho y todo ello con decisión, sabiduría y elegancia. ¿Y si el toreo fuera eso? Lástima de la estocada, pues como me dijo el maestro Luis Francisco Esplá, en un encuentro fortuito a la salida: “Una pena, pues cuando uno torea así, necesita, para él mismo, matar bien al toro”.
Foto: Plaza1
|