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Dentro del marco de la celebración de las corridas guadalupanas, se llevó a cabo en tarde dominical el cartel conformado por el sevillano Morante de la Puebla, el alicantino José María Manzanares y el tlaxcalteca Gerardo Rivera. Con esta variedad de gentilicios, se vio plasmado en el ruedo el estilo de cada diestro a través de su toreo. Además de la Esperanza Macarena en Sevilla, Guadalupe es también la virgen protectora de los diestros; no conozco torero agnóstico. Guadalupe proviene del vocablo árabe wad- al-hub que significa río de lobos, pero también la palabra Olé, deriva del mismo origen, se traduce como ¡Oh, Dios! De tal manera, que la Monumental de Insurgentes conjugó la festividad, los vocablos y la disposición de los espadas, para provocar en verdadero y exquisito aullar de lobos en el tendido, que acompañaron la actuación del maestro de la Puebla, proveniente del Río, Sevilla.
Foto archivo Morante para esta ocasión de fiesta, vistió lila y azabache, ese color negro semiprecioso, cuyo nombre también es originario del árabe; y con toda su personalidad acuestas, pareciera representar un torero del siglo XVIII de largas patillas, y cabello ondulado se llevó la tarde entera.
Los toros para esta corrida, fueron de la ganadería queretana de Teófilo Gómez, que, a diferencia de otros encierros, fueron más manejables.
El primero del maestro sevillano, era un “Don Ricardo” que bien toreó por verónicas, esos lances fueron como para arrullar a un niño, con cadencia y suavidad y marcó una media que estremeció al final. Después del tercio de banderillas, la faena de muleta fue con todo un don de mando por derechazos muy bien templados, en perfecta circunferencia de luna llena; pero las orejas se ganan con la muleta y se cortan con el estoque; por lo que no se consumó el romance en su totalidad. El artista salió al tercio en medio de la calidez del público.
La intensidad de la tarde, entrada en noche, fue cuando bordó al segundo de su lote de nombre “Peregrino” un cárdeno acorde con el símbolo del festejo y de la temporada invernal que parecía de heno. Las chicuelinas muy pegadas a los tercios fueron el preámbulo, y un juego de capote singular, el asombro se suscitó cuando remató con el manguerazo de Villalta que hizo tocar las palmas por alegrías, al igual que sus zapatillas lo hacían en la arena.
El olé se entonó muy jondo, al llegar a la muleta, y poco a poco se sublimó la espiritualidad unida en complicidad táurica, era ya toda una catarsis de plaza que tarde a tarde vive contenida porque la garganta con frecuencia ya no se ejercita de esa manera. Morante, siguió toreando en verso, consagrando la verdad absoluta de la esencia y el temple, y por consiguiente toro y torero se abandonaron al amor. El torero perlado en sudor llegó a respirar al mismo tiempo que su amante, quien ya no podía abandonar sus brazos y su muleta convertida en clavel. Por un momento, ambos se quedaron quietos en la arena, para gusto de los artistas de la fotografía el cincel o el pincel. El rayo de luna se hizo acero y culminó con la muerte como consagración de la vida. Minutos después, las dos orejas del toro, las paseó con un placer inaudito en medio de la aprobación colectiva, palmas, flores, vino, y la aclamación de ¡Torero, torero, torero! En José Mari Manzanares, quién en su sólo nombre lleva aroma, era la segunda tarde acartelado en esta temporada; el diestro enfundado en seda color marino y oro, se le vio muy torero, con esa personalidad y clase que lo hace todo un Matador de toros de montera a zapatilla. Saludó a “San Juanense” que por el puro nombre no decía mucho; un astado difícil en comportamiento y con enigma en su embestida, Manzanares fue matizando arte con el capote que se acompañaba de fuertes olés. Con la muleta lidió con mucha inteligencia tratando de comprender el temperamento del de Don Teófilo, logró muy buenos muletazos con la calidad de su oficio tan torero; lleno de hondura y buen decir.
El pasodoble sonaba en las alturas, cuando ya se veía anunciado su segundo, correspondiente al quinto de la tarde; su capote se abrió a la vida y comunicó al tendido emotivas verónicas, se trataba de un toro con raza y que no perdonaba una sola duda, pegaba derrotes y por un momento lo levantó. El palillo de la muleta se partió, como un leño en seco. La intuición de Manzanares lo ayudó a resolver el momento agudo; volvió al encuentro y cuajó valiosos muletazos uno de ellos muy largo, que fue como el resumen del año. La suerte suprema, la hora de la verdad, se tornó mentira, siempre será difícil matar. Su actuación fue muy profesional y entregada, lo que culminó con una fuerte ovación que dio validez a su actuación.
La tarde era fecha emblemática en la biografía del torero de Apizaco, Gerardo Rivera, quien vestido de grana y oro para llevar a cabo el sueño de confirmar su grado de Matador de toros en manos de dos grandes maestros del toreo. Pocos alcanzan este lujo.
El “Agua clara” que salió por toriles, era más bien “Agua turbia” fue protestado por falta de trapío, después de haber sido recibido frente a toriles de hinojos para intentar lo que se pudiera. El burel resultó tener humor para el esfuerzo de Rivera, y logró conjugar su labor por saltilleras; se vio dispuesto a cubrió el tercio de banderillas con soltura y calidad, dejando el primer par en todo lo alto. Después del ritual de ceremonia ante Morante y Manzanares, fue al encuentro con la pañosa y estuvo capaz de colocar muy buenos pases que la afición valoró en el joven recientemente alternativado.
También con defectos con el acero, logró recibir la cálida ovación en los tercios del redondel.
La tarde entró en resolución, y como Los puros no se apagan, se dejan morir poco a poco, ya muchos se extinguían. El vino por su parte, ya no bailaba adentro de las botas, pero sí dibujaba sonrisas; mientras tanto cerraba plaza el sexto un “Farolito” que lo mismo fue una luz que permaneció en los tercios y hasta en la faena con el esfuerzo del tlaxcalteca pero que no pudo alcanzar ser resplandor de la noche.
Los aficionados por último, corrieron a la puerta del encierro, esa que dio nombre a la obra del escultor valenciano Alfredo Just Gimeno; por la que salen los grandes del toreo, los que resucitan al público y le devuelven el ánimo y la fe del arte efímero, por ello corren a querer tocar al héroe de sedas y brillantes, como a los cristos y vírgenes que también van en hombros, por tener ese halo de luz y de misterio que llevan en su esencia y en su espiritualidad.
Bien se dice que en Morante, el arte no tiene miedo.
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