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Además de un coso enfermo, ahora la Plaza México
parece un inmueble maldito. Y es que este sábado se celebró una corrida de
toros que reunía todo lo que el aficionado exige cotidianamente en sus distintos
canales de expresión. En primer lugar, y tras de un sonado baile de corrales, se
anunció una corrida de toros del hierro de Santa
María de Xalpa, una ganadería añorada por la afición desde hace muchas
temporadas, y que la administración de Rafael Herrerías tuvo en la congeladora
desde el inicio de la presente década. El cartel quedó magníficamente rematado
con una tercia encabezada por los dos toreros mexicanos que más calaron en el público durante el
transcurso de la temporada: el potosino Fermín
Rivera Agüero, y el queretano Octavio
García “El Payo”. Completo la
tercia el siempre controvertido torero guanajuatense Diego Silveti. Para no hacer el cuento largo, resulta que la
corrida, con todo y el parche de La Joya
por delante, más que revivir el recuerdo de aquel Guillo, indultado por Pepe
López, o de aquel Mezquitero que
reviviera la carrera de Fabián Barba,
trajeron a la mente las advertencias de la sabiduría popular. Corrida de
expectación, corrida de decepción, lo repetían asiduamente los abuelos para
paliar nuestro desconcierto o nuestro aburrimiento tras volver a casa de la
plaza de toros con un petardazo a cuestas tras una semana de ilusión infantil.
Hoy, maldita sea, los asiduos somos nosotros: decepción, petardo, desconcierto,
expectación a la basura, ilusión por aburrimiento. Y es que la corrida de Xalpa fue mala, como la peor.
Mala como la Bernaldo, mala como la de Xajay, como la de José Julián Llaguno,
mala como la de El Vergel, San Isidro, y Julián Hamdan. Mala como todas las que
se han lidiado, terribles, ninguna se salva. Las que sabíamos de antemano que
no iban a funcionar, cumplieron. Las que levantaban cierta esperanza, la
derrumbaron. Y las que esperábamos con gusto, petardearon. Siete encierros no
retratan al campo bravo mexicano, pero se nos ha ofrecido una variedad tan
amplia de fracasos que solo resta exclamar “¡Carajo!”, y preguntarnos ¿Y ahora
qué diablos podemos hacer? ¿Cómo emocionar? Qué hace falta, qué medida se puede tomar para que
se registre una tarde redonda en la Plaza México. ¿Qué, quién, cuándo, dónde?
¿A qué yerbero hay que hablarle, qué curandero puede hacerle una limpieza al
gran coso? ¿Por qué todas las semanas nos enteramos de orejas, rabos, indultos,
grandes triunfos a lo largo y ancho de la república, y en La México contamos
los segundos como si toro tras toro nos arrancaran un poco de vida de forma
estéril?
Sí, ya se fue Herrerías, sí, las cosas se hacen con
más seriedad, sí, todo luce un poco mejor, ha venido el toro más toro y se
ofrece variedad. Pero esa maldita sensación de que somos aficionados a un
espectáculo en decadencia que no va a ningún lado, esa asfixia, esa malaria
subsiste sobre nosotros. Se manifiesta en desinterés, en entradas pobres, y
sobre todo en un espectáculo que, a pesar de los cambios profundos que se han
intentado, sigue sin satisfacer las exigencias de una plaza de primera. Varias
cuestiones, como el trapío de los toros, han mejorado sustancialmente. Pero,
¿qué se puede hacer ante una problemática que parece generalizada en un nivel
más amplio, que afecta a la estructura misma del espectáculo a nivel nacional?
Es decir, ¿Qué toros se pueden lidiar para ofrecer espectáculo? Por supuesto que yo no lo tengo la respuesta. Es
complicado que alguien pueda ofrecer una solución. Sin embargo se antoja un
golpe de timón en el renglón ganadero, un cambio absoluto, una renovación total
de los criterios para seleccionar al ganado que respondan a criterios
estrictamente taurinos. La definición de éstos se torna dificilísima en el
entendido de que más de una corrida nos ha desconcertado, pero sí se podría
partir de lo que hemos visto o dejado de ver, incluyendo las novilladas. Con
base en eso es que idealmente la empresa podría construir una estrategia que premie
a quienes consumen su producto, dote de sentido a su experiencia asistiendo a
los tendidos, y palíe en la medida de lo posible la sensación de que vamos a la
plaza a participar de la intrascendencia., aun a pesar de que el toro nunca
tendrá palabra de honor. Para cerrar este comentario, es de suma importancia
mencionar los ataques contra la fiesta brava registrados en las últimas horas,
arteros y con mucha mala leche. Algún antitaurinillo le clavó por ahí a la
Secretaría del Trabajo y Previsión Social una determinación prohibitiva contra
la actuación de un niño torero, Cristobal Arenas “El Maletilla”. Es de primera
importancia montar una defensa jurídica eficaz que impugne este asunto, puesto
que la determinación de la oficiosa dependencia no obedece a ninguna razón
jurídica y puede resultarnos en saldo a favor. Pero debemos despertar antes de
que nos lleve la corriente, claro, si es que no nos lleva esta misma madrugada,
cuando en la que se está discutiendo la inclusión o no de los derechos animales
en la Constitución de la Ciudad de México. Ojalá nos agarren confesados. En caso contrario, tendremos que preguntarnos otra vez... ¿Y ahora qué hacemos?
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