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La ficha del festejo: La fiesta
brava en la Ciudad de México vive de añoranzas. Los que añoraban los tiempos de
Gaona se han ido ya. Quienes basan su ilusión en aquellas añoranzas de Jesús
Solorzano, Ortiz, Balderas, Armillita, Rivera, Garza, Procuna, El Soldado,
Silverio, Manolete, y la pléyade de toreros que los continuaron: Joselillo, Capetillo,
Córdoba, Rodriguez, Huerta, Camino, Puerta, entre tantos otros, nos están
dejando lenta y silenciosamente. Hoy la melancolía y la nostalgia la
monopolizan aquellos que vieron a Manolo, Curro, Eloy, Capea, Mariano, el Pana,
Gutiérrez, Silveti, y demás contemporaneos. A los más jóvenes nos queda añorar
lo que añoran otros, nos aferramos con fuerza a lo poco que vimos de los
toreros más longevos de la última gran época del toreo en México, y nos
alimentamos de aquellos recuerdos mágicos que siguen empujando a las
generaciones anteriores a la plaza y que nos transmiten poco a poco. Todo este
caos de formas de vivir el toreo, tan trágicamente sujetas al pasado, tiene una
gran coincidencia: la añoranza central que mantiene a la afición con vida es la
de los tiempos aquellos en que los toreros mexicanos hacían carteles redondos
por sí mismos. Aquel tiempo en que el impacto entre estilos y personalidades
opuestas ponían en ebullición a una sociedad profundamente enamorada de nuestra
fiesta. Este domingo, con una corrida de alta expectativa y pobre resultado de El Vergel, observamos un tímido naciente germen de una situación de ese tipo.
¿Es momento de ilusionarnos? Ya veremos. Lo que
definitivamente no es tímido ni esperanzador, sino que cada vez toma forma más
rotunda de realidad es el toreo sólido de Fermín
Rivera, que este domingo firmó dos trasteos esplendorosos, que cobró con el
corte de una oreja con valor de una pepita de oro. El potosino es hoy por hoy
el torero de la Plaza México, al que el reducido pero leal grupo de asistentes
del embudo espera más que a ninguno, y en el que se tienen puestas grandes
esperanzas. La carrera de Fermín ha sido peculiar: la dinastía le ha dado muy
poco en comparación con otros, su falta de suerte en los sorteos es ya prácticamente
proverbial, y para llegar a dónde está pasó por un largo y penoso proceso de
tardes sin éxito. La administración anterior lo aguantó, apoyó, y repitió hasta
que logró construirse un nicho desde el que ha podido proyectar y construir una
carrera más sólida. Desde entonces hasta ahora, el interés por Fermín ha sido in crescendo.  Vino Fermín Rivera, vino el arte En su
momento vendrán los grandes palos, las orejas, los titulares, y con ellos las
grandes entradas. Pero por ahora ahí quedo lo hecho con Amoroso –n. 99, 490 kg.-, segundo de la tarde, con el que estuvo poderoso
como de costumbre, y con el que además se sacudió los fantasmas de torero frío
que lo han perseguido mucho tiempo. Voluntad, entrega, empaque, una actitud
fiera pero sosegada, sin perder jamás la compostura, y mucho menos la
elegancia. Fermín porfió en los terrenos exactos, consintiendo enormidades al
morito, flojo, paradito, y quedadito, hasta que pudo hacer con él lo que quiso
con momentos en redondo inolvidables. Trincherazos y desdenes complementaron
una gran faena, que provocó, una vez más, la entrega de la concurrencia para
con él. Finalmente se complicó con la espada y perdió los retazos de toro. Le
sonaron un aviso antes de asomarse al tercio para recibir una ovación rotunda.
Fermín Rivera redondeó su tarde con mucha fuerza
lidiando a Fer –n. 107, 506 kg.-, un
toro igual de malo que el primero de su lote. En respuesta, Fermín Rivera
estuvo igual de bien que con el otro. Lo del potosino fue acabar con el cuadro,
pensar en la cara del toro, templar y mandar. Obligar, imponerse, ponerle al
toro lo que no tenía, y hacer del toreo una exquisitez. Incluso con el capote
quedó un terso quite por chicuelinas rematadas con una enorme larga, no
precisamente perfecto, pues es conocido que Fermín no es el mejor capotero,
pero si como una gran demostración de intenciones. Ya con la muleta, el
aguante, el temple, lo eficaz, lo inteligente, y lo preciso del toque, siempre
hablándole al toro, el cogerle el aire a la embestida, y los magníficos remates
por abajo levantaron a la gente de sus asientos.  Vimos torear Poco
importó que el toro viniera a menos, la gente igual le regaló a Fermín un
sepulcral y respetuoso silencio para preparar la estocada, misma que consumó
entera para beneplácito del público, aunque ligeramente trasera y tendida. El
toro dobló después de un rato, en el que incluso se paró por sentir al
puntillero, y el palco concedió una
oreja en verdad de México, un retazo de toro que vale su peso en oro. Al final
del destejo, mientras caminaba lento y sereno a la puerta de cuadrillas, se le
vino encima una ovación enjundiosa, cerrada, que agradeció sabiéndose el dueño
del tendido de sol que enmarca a la salida de los toreros.
 Torero de la Plaza México Sergio Flores es un torero de otro talante. Energético,
alegre, voluntarioso, que tiene sus recursos, y que sabe crecerse al castigo.
El tlaxcalteca también está pasando por una etapa de desarrollo, que con los
toreros de la actualidad es larguísima, y que con algunos espadas se extiende
hasta por décadas. Sin embargo, el apreciado Jorongo tiene muy clara la tauromaquia que busca, y cuando ha
logrado expresarse ha funcionado muy bien en México. Esta tarde cuajó una faena
importante ante el mejor toro del encierro, el quinto, Cumplido -n. 102, 496 kg.-, con el que consiguió la difícil tarea
de sobreponerse a la magnífica actuación de Rivera para conseguir que la gente
se metiera en su trasteo. La faena fue muy personal, decidido a no dejarse
ganar la pelea, muy acertado en la distancia, templado, rematando por abajo, y
buscando agradar. Mató muy bien, y el toro aportó dramatismo con su muerte de
bravo, peleando hasta el último aliento.
 Sergio Flores se expresó toreando en redondo Es cierto
que el toro terminó aburriéndose y que se prestaba para hacer el toreo con más
reposo mientras se le templara, pero también es cierto que Flores fue todo
voluntad, todo disposición, y que estuvo en torero. Le dio variedad e interés a
la tarde, y nos mantuvo lejos del letargo y el aburrimiento de otras tardes. Lo
malo vino a la hora de la premiación, cuando Chucho Morales, acostumbrado petardero, premió de más una faena que
merecía una oreja muy bien cortada, en un talante muy distinto al de Fermín
pero también valiosa. Vino, pues, la división de opiniones provocada por la
triste labor de un señor que se dedica a emborronarle labores unánimes a los
toreros con sus premiaciones risibles. Hay que destacar, también, la gran labor
de Luis Miguel González desde el
caballo, que le valió una fuerte ovación.
Con el
tercero, Andy –n. 127, 495 kg.-, un
toro muy peligroso, aquerenciado completamente en tablas, Sergio Flores se mostró lidiador y poderoso. La gran mácula de esta
labor es que todo quedó en una sola tanda de toreo de aliño por el pitón
derecho, cuando toda la concurrencia hubiera agradecido una faena completa
haciendo gala del toreo de poder. Nos dejó, pues, con la miel en los labios, y
se fue tras la espada para matar con algunos problemas.  El tlaxcalteca toreando de aliño Confirmó su
alternativa alrededor de la expectación el badajocense José Garrido. Con ambos toros fue todo disposición, pero en general
poco pudo hacer. Queda para el recuerdo un quite por chicuelinas de mano muy
baja al toro de la ceremonia, nombrado Mielero
–n. 90, 490 kg.- con el que estuvo técnico y correcto aunque un tanto
brusco. El sexto, Pancholín –n. 191,
510 kg.- fue un toro complicado y con peligro sordo que no le ofreció
oportunidades de mucho más que justificarse.
 Garrido, confirmación sin lustre Así, pues,
los mexicanos se adueñaron del cotarro e invitan a soñar. Por ahí andan
Joselito Adame, El Payo, Juan Pablo Sánchez, Juan Luis Silis, y otros tantos
que pueden ofrecer emoción y espectáculo. Mientras tanto, la sufrida afición de
la Plaza México, o por lo menos el reducto que todavía se apersona cada domingo
en el coso, seguirá esperando, con la ilusión intacta, que las grandes epopeyas
vuelvan a este escenario.
*Fotos: Luis Humberto García.
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