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Se acabó lo que se daba, este San Isidro ha concluido con la de Miura, atrás quedaron esas tardes triunfales, esos delirios, ese querer sacar pecho a costa de lo que sea. Pues hacen ustedes muy requetebien, claro que sí, ustedes sabrán el motivo de su satisfacción. Entre los nuevos ídolos que lo son ante el torillo a base de juegos malabares o por acumular pases por docenas, los que de repente creen tener delante la verdad del toreo y se reafirman en tal idea jaleándose unos a otros, mirando la felicidad del vecino, porque cuando aquel dice que ha salido el sol, será porque ha amanecido, pero no apagues las luces, que te comerás la cómoda de la abuela. Y en caso de dudas, con soltarte eso de que “esto es lo que hay y hay que irse acostumbrando”, ya pretenden zanjar la cuestión.
Una feria en la que nos han quedado buenos toros para la muleta, dos toros que han ido bien al caballo, media docena a los que se les haya castigado en el caballo y muchos que resucitaban en la muleta después de retorcerse en banderillas. Pero todo ha ido de lujo. Tardes en las que se sorprendía hasta el premiado con los despojos que le mandaban desde el palco, en que el que por decreto tenía que triunfar y cómo no había sido el tocomocho de siempre, pues a lanzar loas al aire, que ya habrá quién esté encantado de recogerlas. Y para acabar, la de Miura, que malos o buenos, al menos pasan por toros sin necesidad de argumentaciones entre peregrinas, ridículas y malintencionadas. Y ante ellos, Rafaelillo, ese ídolo y paradigma de la honradez para muchos, pero que cuando de torear se trata y no de la suerte del trapazo, queda bastante en evidencia, pero ya digo, que cada uno jalee al que mejor considere, faltaría más, mientras a servidor no le quieran marcar el camino, todo correcto. Le acompañaba Javier Castaño, al que daba gusto volverle a ver en la plaza de Madrid después de tanto que ha pasado. Para todos, el estar ya era triunfar. Y cerraba Pérez Mota, al que hay que agradecer el que haya permitido que su segundo, el que echaba el cierre a la feria, fuera tres veces al caballo, poniéndolo cada vez a más distancia y dejando que el picador al menos hiciera el intento de torear a caballo.
Un mes para un tercio de varas Si la memoria no me falla, este último de la feria ha sido el único que ha recibido tres puyazos arrancándose en cada vara, parado ante jinete y montura, dejándonos saborear la emoción de una arrancada pronta y con alegría. Luego a la tercera ya se lo pensó mucho más y aunque el picador no ha estado acertado con el palo, al menos hemos soñado con un primer tercio. Algo tan simple, tan sencillo, tan fundamental en la fiesta de los toros, esencial para la lidia, para ahormar al toro y para poder ver en toda su extensión lo que lleva dentro y hemos tenido que esperar un mes. Cuéntenme las orejas, los triunfos, las salidas a cuestas por la Puerta de Madrid, las recuperaciones de toros y toreros, el nacimiento de nuevas figuras, pero el dato habla por si mismo, ¡un mes para ver un tercio de varas! Quizá soy el colmo del pesimista, lo mismo es que me creo el más listo del orbe, que a pesar de lo que decía mi abuela, seguro que no es así, pero díganme ustedes, realmente tras un mes de festejos, ¿es para estar satisfechos? ¿De verdad?
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