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Resulta difícil diferenciarlos a primera vista, pero nada tienen que ver los toreros con los toreadores. Los primeros se ganaron la gloria y el fervor del pueblo, orgullo de aficionados a la fiesta. A los segundos incluso los sacaron en una ópera dedicada a una tal Carmen. Los toreros se encaraban al toro y lidiando y toreando ofreciendo su integridad si era necesario, para imponerse a la casta a base de mando y dominio. Los otros a todo lo más que llegan es a pegar pases y en algunos casos, aunque no sepan que es eso de la lidia, se plantan a ver qué pasa, a merced de un animal al que no han sabido meter en el carril con el poder que les da un capote y una muleta.
Los toros eran los de Adolfo Martín, esos que unos días salen cara y otros, cruz, que cuando pintan bastos son un dolor de cabeza permanente, pero que cuando el torero cuenta con los triunfos en la mano, hasta puede ser que regalen embestidas francas, boyantes y nobles, que no tontas. Que no quiere tampoco decir que todos son bravos, eso es imposible e indeseable, líbrenos el Supremo, pero si de toros hablamos, que nunca falte la casta. Esa casta que los de don Adolfo han sacado a relucir y que trae de cabeza a los que no pasan de pegapases insulsos y vulgares, como es el caso de Sebastián Castella; de generadores de espectáculos vacíos de contenido y hasta desganados, como le ha pasado a Manuel Escribano; Y hasta los hay con tan poca pericia, que ellos solitos se complican la vida sin ayuda de nadie, hasta malear tanto al toro que lo convierten en una alhaja, que es caso de Rafaelillo. Él tan dispuesto, ya puede tener delante a uno como el cuarto, que a base de acortar el viaje, de meterse en las orejas antes del final del pase y de malearle acortando las embestidas, al final hasta parece que es un torero de una pieza y con un valor infinito, capaz de enfrentarse y vencer a los hierros más complicados del orbe. La gente le jalea, verdad es, pero esto, hasta el momento, no es cosa de gladiadores histriónicos y forzados en las maneras.
Toros para toreros, que no para toreadores Afortunadamente en esta de Adolfo, aún asomó un torero, Isaac Mesa, que pareó en el segundo de la tarde con eficacia, gusto y naturalidad, sin ese salto tan horroroso que ya es casi noema. Ni pegó ese salto en el que muchos le pierden la cara al toro, ni pretendió hacerse pasar por un gladiador de la Antigua Roma con la camisa hecha jirones, ofreciéndose insensatamente al de Adolfo. Simplemente se sintió torero y como tal actuó al tomar los palos, lo que ya es para valorar, porque en estos tiempos que corren, a veces se confunden los términos y hasta parece que nos olvidamos de buscar Toros para toreros, que no para toreadores.
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