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Cuando asoman los pinchauvas, las voces más expertas no cesan en decir aquello de que “la izquierda es la que mata”. Una cantinela que se repite y se repite casi hasta perder su significado, pero no hay mejor forma de refrescar la memoria del aficionado que ver como se pasa del dicho al hecho en un perfilarse y tirarse sobre el morrillo. Que la tarde empezó torcida cuando Filiberto se accidentó la mano y tuvo que pasar a la enfermería, que a pesar de ser tarde soleada, asomaban oscuros nubarrones al contemplar como Luis David Adame también tenía que pasar a la enfermería. Con las buenas sensaciones que estaba dejando, con esas buenas maneras cargadas de fundamento. Del tercero en adelante, todo para Juan de Castilla; que no se crean que hablo de la herencia de un rey al mejor de sus caballeros. El joven novillero tenía que hacerse cargo de lo que quedaba de novillada, de casi toda la novillada.
Nunca es fácil eso de echarse cuatro novillos al coleto y más sin tenerlo previsto. Vas a por dos y te llevas cuatro y qué cuatro. Los del Montecillo han salido complicados de cuidado, de esos a los que ya no está casi nadie acostumbrado, de los que hay que pasar por el caballo sí o sí, mansos, con genio y del malo, alguno de ellos, que si les quieres engañar con el pico se te meten para adentro, de los que hacen hilo, que se defienden, que pegan arreones y como fin de fiesta, un mansurrón aquerenciadísimo en tablas, sin el más mínimo deseo de alejarse más de un palmo del olivo. Y allí que se fue don Juan de Castilla, venido directamente de las tierras de Nueva Granada, dispuesto a conquistar estas tierras de este lado del océano. Hasta el momento, el chaval había mostrado voluntad y maneras propias de estos tiempos, pero ese barrabás le exigió y el torero respondió a la exigencia con ese valor del que sabe lo que dan allí, pero que no vuelve la cara y se mete a conciencia en la boca del lobo a dominar a base de muletazos al novillo.
 La espada de Juan de Castilla Siempre hay que valorar un trofeo en Madrid, por supuesto, pero ha habido un detalle que ha puesto de acuerdo a toda la afición y es su forma de cumplir con ese axioma de aficionados añejos: “la izquierda es la que mata”. Que no ha sido casualidad, ni flor de un día. No ha sido tirarse como un león en el que cerraba plaza para agarrarse con uñas y dientes a esa oreja tan anhelada. La historia se ha repetido en el primero, en el cuarto, en el quinto y en el sexto. Se perfilaba con la mano en el pecho, una o dos bocanadas de aire, no más y cuando se tiraba, en ese momento echaba la muleta al suelo, a las pezuñas del toro, que descubría la muerte de par en par, para que don Juan de Castilla hundiera el acero en el hoyo de las agujas; sin prisas, sin precipitarse, sin cerrar los ojos y gritar aquello de “por Dios, por Santiago y por España”. Con el morro apuntando al morrillo y la mirada fija en los rubios, para con el mismo clasicismo salir del embroque con limpieza y torería. ¿Cómo no iba a aprovechar poder recrearme en la suerte suprema? Porque si no lo habían escuchado antes, ya saben que las estocadas con la izquierda.
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