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07/02/2016
  (Temporada Grande-México) La Crónica del Festejo: Un tormento
 
Firma: Nadlleli Bastida
 
     
 

La ficha del festejo.

Presenciar un ¿festejo? como el de hoy debe ser muy parecido a presenciar el final de esta fiesta. Sin toros, sin casta, sin trapío, sin público en el tendido, con muchos nombres conocidos en el cartel pero con cuatro toreros sin impronta –se salvará el último espada.

Está claro que con los ocho animales que salieron por la puerta de toriles, la fiesta de los toros queda condenada a la desaparición. El ingrediente fundamental reducido al mínimo; una miseria producto de la avaricia y mezquindad. ¡Qué tristeza! Ahí está el resultado de la búsqueda del animal que deje estar, ¡que se deje! Del toro-artista que despojado de la codicia, la acometividad, el celo, la raza y de paso a la docilidad; que no exija, sino colabore. Del animal que al aparecer en el ruedo –o en el campo-, nos deje en el recuerdo una estampa imponente y provoque emoción tan solo verlo, al torito de solo hermosas hechuras que da igual que sea gato o liebre. ¿Qué más quieren quitarle al toro bravo? Su fiesta. Nada menos.

Ocho bovinos de ruina fueron hoy; pero hemos visto desfilar decenas de este hierro. Ocho animales sin trapío. Anunciados con pesos y edades cuya presencia pone en seria duda esos datos.  Unos más, otros menos, ninguno imponente. Ni uno solo con catadura de toro adulto, serio, fuerte, armónico y que pusiera la honra.

Ocho bovinos carentes de casta, de fuerza, de sangre brava.  Y así, todo esto muere. Todo esto, es otra cosa que no es la fiesta de los toros. Ni para una parodia alcanza.

Un cartel de dinastías, producto del imaginario colectivo; de otra manera era para llenar la plaza o para creer que sucederían cosas de aquellos tiempos. Un cartel de dinastías sin revitalización presente.  Rivera, Ordóñez, Silveti, Armilla, Llaguno. Apellidos o motes de otros hombres ya hicieron historia. Francisco, Diego, Fermín y Juan Pablo son otra cosa. Cuatro hombres de distintas generaciones y edades taurinas que aún están muy por debajo de dar lustre a sus apellidos. Llaguno, por ser el menor tal vez, y por el camino andado, lo podríamos dejar al margen de esta generalización. Y no es que ya les pidamos como si se tratara de los padres o los abuelos, pero son los primeros en darse sustento en el apellido y no en el mérito propio.

En el fondo, sabíamos a lo que veníamos. Si hubiesen sido aquellos otros tiempos, nadie habría resistido este tormento. Las toneladas de mansedumbre hubiesen sido suficiente para incendiar la plaza.

El nuevo Paquirri, como escribiera Joaquín Sabina, "dijo ‘Hola y adiós’". Absolutamente nada más. Hacia el final del festejo anduvo por el callejón tomándose fotos con todo aquel que lo solicitara. En sus dos turnos, cumplió con estar decoroso, como un simple Francisco Rivera. Poco más se podía hacer, pero mucho más se debe hacer.


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Mucho más voluntarioso estuvo Diego Silveti. Cómo será la suerte que siempre le acompaña, que le tocó el menos malo de todos. El segundo fue el que se movió y duró un poquito. Técnico –hasta donde le da- y frío. Académico, muy desajustado, con ganas, pero toreando como si repitiera las tablas. Sin alma, sin sello, sin virtud. Y así como los dos del lote.


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Armillita IV quizá pueda agradecer el petardo ganadero. Así, hubo otro mejor motivo, o mejor dicho otro peor que su posible desempeño. Los pitos que escuchó con su primero fueron porque como en otras tardes, para matar se tiró abajo con toda alevosía. Con el séptimo tuvo, ahora sí, el enorme tino de abreviar.


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Juan Pablo Llaguno bosquejó lo más natural, personal y sentido de la función. Un suspiro, un último halo nos regaló el jovencito queretano, con el que ponía fin al tormento propiciado por Marrón. Primero, en algunos lances a la verónica y luego con unos naturales que fueron apareciendo cual milagro. Sueltos, producto de mucha paciencia, del público durante toda la tarde, del torero frente al moribundo de Marrón, de serenidad y seguramente de ser quien tiene el camino menos allanado. El de dinastía ganadera tiene percha, tiene sello, tiene qué decir, y tiene con qué. En una y otra medida, lo demostró con cuarto y octavo. Lo que no ha podido corregir es su pésimo desempeño con el acero.  No en balde escuchó tantos avisos.


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Como si hubiésemos firmado un pacto de no agresión a la entrada, solo hubo pitos en los arrastres, la presencia se perdonó con infinita indulgencia. Un tormento en ocho turnos que transcurrió casi en santa paz; en cada uno se sumaban las metadas de madre al ganadero, pero nada del otro mundo. Ni en ello hubo calidad, solo cantidad.

*Fotos: Luis Humberto García ‘Humbert’

 
     
   
     
   
     

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