Si hay una plaza sensiblera en la actualidad, esa es Madrid; de repente ha cogido de arriba a abajo a todos los tendidos un complejo de madre que ya llega a ser preocupante. Que ven a un chaval rodando por la arena y sin pensar en más, lo quieren adoptar y llevárselo a casa. Pero hay veces que a los chicos no hay que concederles todos los caprichos, que luego se maleducan y no aprenden a valorar el esfuerzo que cuesta conseguir las cosas. Quizá por eso Gonzalo Caballero se ha enfurruñado tanto cuando el señor presidente no le ha regalado la oreja de su primero y, a pesar de las protestas, se ha agarrado a la del segundo, ganada no a fuerza de torear y exponer como torero que quiere ser, sino convirtiendo aquello en una suerte de espectáculo esperpéntico, con un chaval buscando que el novillo le levante los pies del suelo. Que los novillos tampoco eran unos barrabases que te llevaran por la calle de la amargura, nada más lejos de la realidad. Los Parralejos iban y venían y se dejaban pegar entre el millar y el millardo de pases cada uno; y eso sin cuidar la lidia lo más mínimo. Eso sí, han servido para que los tres toreros dieran muestra de las aspiraciones que parecen tener en esto del toro. Gonzalo Caballero aspira a figura, sin más, pues parece haber perdido la ambición de otras tardes; Fernando Rey parece que quiere triunfar en muchas plazas coleccionando despojos; y Francisco José Espada, igual quiere seguir los pasos de otros toreros fuenlabreños, con un toreo superficial que al final no conduce a ninguna parte.

Fernando Rey recoge por abajo al novillo

Pero en este mar de vulgaridad y desazón para el aficionado, al menos se ha podido ver un asomo de torería. Igual no todo está perdido y aún podemos pensar que en el escalafón de los novilleros puede que haya algún aspirante a matador de toros, algún idealista que cree en conseguir este sueño imposible, aspirando a lo máximo, sin conformarse con algo tan banal y sin fuste como es el ser figura del toreo. Así ocurrió con Fernando Rey, que al tomar la muleta en su primer novillo, quizá iluminado por la divinidad de los Gallo, Belmonte o Domingo Ortega, hizo por recoger al animal con muletazos largos por ambos pitones, con la rodilla flexionada, enterrando los alamares en el ruedo de Madrid y mandando en las embestidas una y otra vez. Enseñando a su oponente cuál era el camino y el ritmo al que había que llevar el viaje. Como me decía mi maestro en esto de los toros: qué bonito es ver torear. Ya lo creo. Y ahora además habría que añadir que es casi imposible. Si acaso cuando se tiene la suerte de ver a los maestros de siempre, lo que querían ser matadores de toros, los que querían conquistar este mundo y ganar en el ruedo hasta a su padre, si se vistiera de luces. A ellos no les cabía en la cabeza eso tan poco torero de “La oreja del revolcón”.