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En estas que iba un señor contándole a otro que esto de los toros es una arte; pues debe ser porque no haya estado sentado sobre el granito de la Plaza de Madrid, aguantando los animalitos de Fuente Ymbro de los que César Jiménez, Paco Ureña y El Payo esperaban colaboración. Ahora habría que saber qué supone para estos tal colaboración. Si bien es cierto que los animales de don Ricardo no estaban para que se les lidiara con un mínimo de rigor, ni mucho menos para que cumplieran con el caballo más allá de un arañazo y un refilonazo, luego hasta podrían haberles dado dos naturales y uno de pecho por cabeza. ¿Corrida de toros sin picar? Eso no presenta ninguna duda, pero dos pases los aguantaban. Los que no los aguantaban eran los espadas, maestros en el arte, pero no del toreo, sino del arrebujo vulgar y ramplón del pase por el pase, del abuso de la trampa, del machaque del trallazo a base de pico y descolocación, sin más recursos que la insistencia soporífera en el caso de César Jiménez, rozando por momentos en el descaro y la soberbia; Paco Ureña casi se lanza a torear, pero ya sabes ustedes aquello de las señoras a las que las costuras le hacen llagas, ¿no? Con lo cómodo que se siente él en eso de meterse entre los pitones y sacudir el trapo por delante y por detrás; y El Payo, pues una mezcla de los dos y de ninguno, pero eso sí, tan plomo como sus compañeros.
 Cuando un toro se arranca al caballo Pero no siempre esto es un clamar por el desierto y una búsqueda infructuosa del maná caído del cielo. Nada hay más ilusionante en esto de los Toros, que el toro, que paradoja, ¿verdad? Pues sí, en el nacen todos los problemas y a partir de él fluyen todas las soluciones. Ya digo que lo de Fuente Ymbro ha salido muy flojito, que si no han rodado como pelotas ha sido gracias a que el respetable está muy desganado y a que ni se han empleado metiendo la cara en los engaños, ni tampoco se les ha sometido en ningún momento. Pero en este vagar por el desierto hemos sido testigos de un espejismo, un toro se ha arrancado de largo y con alegría al caballo. Que servidor no daba crédito. Como si fuera una imagen de centurias pasadas, el ensabanado botinero se ha ido en busca del peto, con ese movimiento en la arrancada que hace creer que los toros se crecen, que se les agranda el pecho y que toman fuerzas clavando las patas en el ruedo, ciegos a todo lo que ocurre a su alrededor y amenazando con los pitones rasgando las nubes, para recibir como bienvenida un puyazo en lo alto del morrillo. Lo que a continuación ha pasado ha roto la ilusión violentamente, el toro empujando de lado y con la cara alta, no ha parado de escarbar y se ha dolido sin reparo en banderillas. Bueno, esto es el toro de lidia, cambiante y sorprendente, pero al menos hemos podido sentir tal espejismo como si fuera real. Los más entusiastas han acabado pidiendo la vuelta al ruedo al blanquito, pero eso ya era alargar demasiado los efectos perversos de la “Fata Morgana”. Lo que no quiere decir que Paco Ureña pudiera haber aprovechado mejor lo que el toro le ofrecía, pero es lo malo de la vulgaridad, que cierra los sentidos a los que la padecen y no son capaces de salir de su repertorio de cambalaches y manejos que en nada recuerdan que esto de los Toros es un arte.
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