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Es innegable que este año de tantos cambios en lo político, se necesita un cambio también en la tauromaquia. Una tauromaquia que acosada desde fuera por nuevas modas y costumbres sociales, no encuentra en su interior nada más que viejos aires, viejas maneras, viejos toreros anclados en su dominio del negocio más que del toro.
Transita la tauromaquia por una época de superchería, de vender por bueno lo falso, la negra época de El Juli, con sus toscos andares y retorcida figura, su reconocida capacidad y su inexistente gusto. Una época con mucho falso brillo de baratija y publicidad, y donde el interés para muchos aficionados, aparece con más facilidad en las duras corridas de plazas perdidas o las pequeñas ferias francesas, que en el circuito oficial de figuras tantas veces repetidas y toros prácticamente intercambiables.
 Todo va a dar comienzo y la esperanza del cambio anima al aficionado Madrid es un muestrario de la situación de la fiesta, un espejo deformado que refleja una imagen singular. Figuras que aparecen brevemente y, en algún caso, escondidas en la corrida extraordinaria llamada de la Beneficencia, de mayores emolumentos y menores exigencias. Toreros emergentes mezclados con una segunda fila del escalafón, de bajos honorarios y escaso relumbrón. Corridas de relleno con toreros más que vistos y ya descartados, para hacer caja disfrazadas de oportunidad. Ganaderías con toros exigentes relegadas al final del abono. Todo ello suma una feria de escaso atractivo e inexistente brillo, pero en la que, vivimos con esa esperanza, aparecerán toreros esforzados, faenas sorprendentes y toros encastados.
Pocos mimbres para hacer el cesto del cambio, pero el cambio llegará y, aunque sea insuficiente para cambiar la fiesta de arriba abajo, dará un soplo de aire nuevo, fresco, que esperemos que sea de la mano de toreros comprometidos consigo mismo y con el arte, de ganaderos respetuosos con la casta y la afición, y de empresarios con nuevas ideas y buenos proyectos.
Y nosotros que lo veamos.
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