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30/05/2014
  (San Isidro 2014) 30/5 - Mereció Dibujarse: El toreo de casta
 
Firma: Enrique Martín
 
     
 

El lenguaje del toreo suele ofrecer una descripción exacta de las circunstancias, hechos y sensaciones que brotan en torno al toro, en el campo, en la plaza y hasta en los despachos. Como escuché una vez a un erudito, la lengua, el idioma es sabio, es capaz de ponerle nombre a casi todo, pero no a todo y ponía el ejemplo del que pierde a los padres es un huérfano, pero, ¿y el que pierde a un hijo? Eso no es innombrable. No pretendo llegar tan lejos, ni ser tan ambicioso como para compararme con aquel a quién escuché estas palabras, pero hoy se me han venido a la cabeza cuando he querido poner un título a estas líneas. Hay veces que hablamos de un torero artista, de un torero valiente, incluso temerario, los tremendistas, los lidiadores, los poderosos, pero confieso mis limitaciones para conseguir encerrar en dos o tres palabras lo que un torero, Miguel Abellán, ha hecho delante del toro del Montecillo. No ha sido arte, ni tremendismo, ni simplemente valor, ha sido algo diferente. Con tardes precedentes el ánimo no estaba para fiestas, pero bastó con que apareciera el toro encastado, para que asomara la casta de los toreros. 


La gloria ganada con sangre

A los pocos muletazos de haber iniciado la faena al primero de la tarde, cuando Miguel Abellán le daba distancia y citaba con la diestra para iniciar una serie, el del Montecillo se fue directo a él, o mejor dicho, al muslo, le pegó un terrible derrote y lanzó por los aires al madrileño. El choque fue impresionante, con todo el empuje de la carrera que llevaba el toro y que descargó de lleno contra el cuerpo del torero que parecía un pelele a merced de los pitones. ¡Lo ha partido! Pero el espada se levantó y prosiguió como pudo. Esto es algo que sucede en los toros, siempre está ahí, la tragedia o la asistencia del ángel de la guarda de los toreros, que en el último momento a veces consigue que lo que parecía todo, quede “solo” en un impresionante golpe. Medio tambaleándose pasó a la enfermería el conmocionado Abellán. Incluso se cambió el orden de lidia para ver si se reponía del percance y podía salir a matar su otro toro. Y salió. Otras veces repaso mis notas para relatar con la mayor precisión posible lo sucedido y lo que me empuja cada día a dibujar un momento de la tarde, pero hoy no me valen de nada esos apuntes, porque las emociones no caben en cuatro letras. Miguel Abellán ha hecho frente a un toro encastado, que sí que es verdad que seguía las telas, pero sin bobonería, no se podía confiar uno ni un segundo, porque un error minúsculo de colocación, de no templar con justeza o de mover la tela dos dedos fuera de la trayectoria podían costar muy caro. El torero podría haberse afligido, sus motivos tenía y nadie se lo hubiera reprochado. No estuvo ni fino, ni elegante, ni artista, ni pinturero, estuvo en torero, muy en torero, dispuesto a no dejarse vencer, a seguir adelante ofreciendo sus muslos al toro, a cambio de la gloria, la verdadera gloria, la que está al alcance del que la desea de verdad y no de los que la exigen porque creen merecerla por derecho divino o del que le otorgan los que mandan en esto, sin habérselo ganado en la arena. El del Montecillo no perdonaba una, si la muleta se la ofrecían un poco torcida, te tiraba un derrote, si no le llevaba hasta el punto preciso, te tiraba un derrote y si no estabas firme y dispuesto, te tiraba un derrote. Una pelea que no ha detenido los relojes, ha parado los corazones, y si alguno hubiera latido en toda la plaza, se habría oído cuando todo Madrid esperaba en silencio mientras el torero se perfilaba para entrar a buscar la muerte. La verdad que ya todo estaba hecho, no se podía pedir más, pero cuando un hombre se siente torero no se le pueden poner límites, estos los pone él donde quiere y si quiere. Y allá que se fue detrás de la espada para dejar una estocada entera. Ya habrá tiempo de quejarse de dolores, puntazos y malos ratos, ese era el momento en que un torero tiene que pasear su triunfo. No tuvieron esta oportunidad Paco Ureña, que dejó ganas de volverle a ver y que acabó en la enfermería, ni Joselito Adame, quién quizá no se esperaba una corrida encastada y con complicaciones. Quizá tampoco lo esperara Miguel Abellán, pero para estos casos es cuando hay que plantarse en la cara del toro y tirar del toreo de casta.

 
     
   
     
   
     
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