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Cuando la corrida va a empezar los capotes esperan asomados en la barrera, haciendo una reverencia continuada, que sus propietarios interrumpirán cuando dejen el de paseo y se dispongan a enfrentarse al toro. Pero hay veces, afortunadamente muy escasas, en que los trastos de bregar quedan solos, abandonados a la fuerza por las manos que los mueven, que los exponen a los pitones y que los salvan de ellos. El capote y los demás trastos de torear solo adquieren sentido cuando un torero los toma para vencer al toro; y es este torero el que debe decidir el momento en que deben ser doblados y guardados en el esportón. Pero hay días en que son otros los que tienen que recoger sin que nadie lo mande, porque lo ha decidido el toro, entonces se pliegan los capotes con la pesadez, torpeza y escasa precisión de las manos que están con la mente en lo que hay en la enfermería.
 El capote espera para volver a torear Esto se ha repetido tras los percances de David Mora, Nazaré y Jiménez Fortes. No haré más comentarios sobre lo ocurrido en la arena, pues ahora, a toro pasado y con la ayuda de las cámaras lentas, superlentas y lentísimas, cada uno tendrá su explicación a lo ocurrido. Lo que no podrán reflejar es la conmoción causada al ver el charco de sangre que David Mora ha derramado en el ruedo, la que vestía de verdad el vestido de torear de quien le llevó en volandas y con el aliento atropellado a la enfermería. El silencio que ha gobernado la plaza durante la lidia del primer toro y la incredulidad al ver que los toreros iban pasando uno por uno para ser atendidos. Los capotes han quedado solos, esperando, como todos los taurinos y aficionados, a que pronto cojan vuelo de la mano de sus dueños, los toreros. |
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