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El arte del Toreo es uno de los paradigmas de lo efímero, basta un segundo y la obra ya ha quedado atrás, la creación nace y muere casi simultáneamente, no cuenta lo pasado, solo el presente, que en ese instante ya es algo pretérito, y lo futuro no cuenta, porque aún no es presente. Esta es en parte la esencia de todo esto y aquí es donde reside paradójicamente su grandeza y el que quede perpetuado en el tiempo. ¿Y por qué todo esto?
Si vamos cubriendo las diferente estaciones que componen la corrida, nos damos cuenta de que los toros de Jandilla lo eran desde el momento en que se veían anunciados en los carteles de Madrid, pero lo efímero de esta Fiesta los convertía en chivas alocadas y animalitos febles en cuanto saltaban a la arena y se tenían que enfrentar a la lidia y a los tres tercios que la componen. Negro el presente y el futuro de la suerte de varas, que se instalará en el pasado en esa misma tonalidad, el negro, la negación del color, de la vida, de la luz. Esos toros que de inválidos transmutaban en bobones descastados, si bien alguno pretendía mantener unas mínimas trazas de casta, casi imperceptibles, que igual ni casta puede considerarse, pero que complicaban y hacían especialmente candidatas al olvido las tesis de los matadores, su progresión en el ruedo. ¿Qué es en la inmensidad del mar una gota de agua? Esa misma gota que es arrollada por las olas que se entregan en la orilla. Que estampas, que comportamiento y que flojedad de estos Jandillas y Vegahermosas que perpetuaron hace tiempo su pésima imagen como hierro de bravo y que con días como el presente conservarán intacta.  La estela de la vulgaridad y el mal gusto Pero la representación de todo este pasar el tiempo sin que nos demos cuenta, sin poder ni entender como se nos va entre los dedos es la misma presencia del Fandi. Parece una ilusión, ahora está, parpadeas y ya no lo ves, el tiempo se ha comprimido de repente y el torero ha desaparecido. Pares de banderillas como rayos que Zeus mandara desde el Olimpo, el toro, animal mítico se dispone a atacar a esa imagen que brilla y parpadea, pero que desaparece como si nunca hubiera existido. Pasa por delante de sus ojos y desaparece como llevado por el viento. El Fandi, ese torero que parece un ente etéreo y que solo deja su estela de vulgaridad, sopor y aburrimiento cuando porta capote, muleta y estoque en sus manos. Esa sucesión de muletazos que en un segundo ya deben caer en el olvido, en una muerte eterna, pues no merecen perpetuarse en la memoria de la Tauromaquia.
Hace prácticamente un par de días, Fandiño y Adame residían en esas estaciones que el éxito ofrece a los viajantes en el tiempo, parecía que conseguirían alcanzar la perpetuidad en el Olimpo taurino, pero ha sido un inconveniente parpadeo en forma de borreguitos de Jandilla y todo se ha esfumado, la estocada acrobática ha sido devorada por esas faenas más propias de plazas de menor entidad que la de Madrid, esas que a veces soportan mejor eso de meter el pico de la muleta y de citar y torear escondidos detrás de las orejas de los toros. Tan endebles fueron aquellos triunfos, que una mala tarde, una tarde para el olvido, parece haberlos devorado. Igual en el caso de Fandiño, que en el del mexicano Adame, que se ha visto inmerso en una vorágine temporal nacida del choque de la vulgaridad, el nulo mando en las embestidas y la sucesión de mantazos que como una masa informe se ven devorados por el olvido y la decepción de los espectadores. El tiempo, ese intangible que pasa inexorablemente y que como la estela del Fandi, si parpadeas… te lo pierdes.
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