Casi a cada momento, cuando alguien se atreve a juzgar a unos novilleros, por muy justa y medida que sea la crítica, siempre habrá quién le abochorne con aquello de no hay que tratar a los chavales como a las figuras. Y así es, pero lo que muchos no entienden es que esas valoraciones sean hechas con la mejor de las intenciones. A los novilleros hay que tratarlos como lo que son, toreros en ciernes que se están formando y que se supone que cuando asoman por Madrid, lo hacen porque ya tienen algo que decir y están preparados para este duro examen.

Lo que no me parece justo con estos toreros es tratarlos como niños que están jugando en el parque a ser toreros. No creo que sea ni justo, ni juicioso, porque como todo el mundo sabe, esto va de la vida y la muerte. Puede resultar gracioso y hasta simpático, ver a un torero volar por los aires y como se levanta y corre otra vez a la cara del toro. “Así aprende”; pero no, porque aunque las cogidas sean inevitables, pongamos los medios para que estas sean las menos posibles. Así, en la primera novillada de feria hemos visto a un Mario Diéguez a la deriva y viendo qué podía hacer con esos Fuente Ymbro que ya de salida le ponían en aprietos. Con el capote o la muleta se iba viendo como le desbordaba la poquita dosis de casta de los novillos, que requerían un mínimo de poder y toreo de verdad. O Román, al que puede que sus más apasionados seguidores le hayan hecho más mal que bien, en forma de orejita. Embarullado, ratonero, rebosante de vulgaridad y destoreo, constantemente aperreado desde su desconocimiento, ha sido víctima de esos entusiastas que querían verle triunfar. Y el mismo José Garrido, del que se oyen cantos y loas desde todos los puntos del orbe taurino, pero que no es capaz de hacerse con los novillos y por eso de dar pases, va detrás del burel para ver si le da un pase o dos. Igual dan los terrenos, los medios o toriles, si se van sumando muletazos. Nadie parece que le haya enseñado a dominar los toros, y así pasa, que se planta en la puerta de chiqueros a torear a un manso que en cualquier momento podría haberle echado mano de mala manera.

Fini, un torero

En la misma corrida hemos tenido las dos caras de la moneda, por uno la cruz de la bisoñez, ignorancia e inoperancia de los novilleros, y por otro la torería, el buen hacer, el sentido de la lidia y la responsabilidad de un banderillero, Jesús Díez “Fini”. Puede que tan joven como los jefes de las cuadrillas, pero con bastante más idea que estos. Sorprendió durante la brega al tercero de la tarde, siempre en su sitio, evitando capotazos de más, las carreras innecesarias del novillo y que este se orientara durante el segundo tercio. Aplicó a la perfección esa máxima de menos es más, pero mucho más. Para mí, la mejor imagen de su toreo es la forma en que ha sujetado y cerrado a una mano al novillo, sin estridencias, sin carreras, al ritmo que marcaba el novillo, tirando de él con suavidad, para dejarlo en el sitio que le pedía su jefe. Puede que este detalle se considere normal y que también podría ser suplido por dos capotazos o tres, pero aparte de evitar que hubiera un derrote fuera de lugar, es la imagen misma de lo que para Fini es el ser torero y sentirse como tal. De la misma forma que en el último de la tarde, en el último par, cuadró en la cara y clavó un buen par de banderillas, con riesgo y dejando llegar al toro. Será porque este torero de plata, hoy con golpes en azabache, no juega ni a ser figura, ni como los niños juegan en el parque. Él simplemente se entrega, porque es torero.