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Uno al fin se ha encontrado con una de las verdades más absolutas del pensamiento universal, una buena merienda con calimocho te da la felicidad absoluta, y si además te pilla en los toros y te sirven una buena ración de orejas, eso ya es tocar la gloria. Se ve el mundo de otra forma, no hay nada mejor, ni aquel famoso “soma” que daban a los personajes de un Mundo Feliz para alejarlos de la pena y las lamentaciones. El calimocho te hace creer que un manso de libro es merecedor de una gran ovación en el arrastre; que una colección de mantazos distantes, lineales, sin mando, sin rematar, escupiendo al toro hacia fuera, sin hondura y hasta destemplados merecen una, dos, tres, seis, mil orejas; que una estocada trasera es un estoconazo; que en los pares a cabeza pasada hay que sacar a saludar al ejecutor; que los retorcimientos, la inhibición en la lidia y la incapacidad de limar los defectos del toro es arte. Bendito calimocho, nunca bien ponderado, ni reconocido. Quizá sea por su sencillez, pero claro, con estos gustos tan extraños, eso de la sencillez y la naturalidad es algo que no se valora, ni el calimocho, ni el natural relajado y con mando y dominio.
Al menos hubo un torero a caballo Y uno que no se ha dado a la bebida, pues se queda frío, qué digo frío, helado y a la vez desolado. Qué feliz sería encalimochado, hasta me habría echado a la arena para portar a cuestas a Talavante, grandioso triunfador, que hoy tampoco ha podido con un toro con un pelín de picante en su último toro, pero en el otro ha conseguido dos raciones de oreja de toro, con su ajito y todo. Y anda que no siento haberle visto más capaz en el sexto, pero lo mismo uno pide demasiado. No ha sabido llevar la lidia, no ha hecho que el toro entrara una vez más al caballo, no se ha doblado con él al principio de la faena, ya no estaba para bobadas. Pero sí ha habido un torero que al menos se ha sentido artista, Miguel Ángel Muñoz, el picador del extremeño, que en estos tiempos que corren ha osado parar al toro con la vara, picando en el mismo morrillo, ha aguantado el embate y ha picado sin tapar la salida, sin partirle los lomos, sin barrenar sin piedad y sin simular la suerte. Pero el público ya había alcanzado el último estado tántrico del calimocheo, ya no se veía ni las manos para chocarlas entre si y aplaudir a un picador. Pero no podemos pretender que esto, además de alegre y divertido, sea justo. ¿Acaso este señor, el del gorro blanco subido a un caballo con faldas sale en las revistas y le siguen artistas de pitiminí? No. Pues eso, dejémoslo estar. Pero ya digo, como uno no está calimocheado, aún se deja invadir por una de las sensaciones que más te acercan al toreo de siempre, la suerte de varas. Pero bueno, habrá que resignarse o que regenerarse y para ello no hay nada como “Qué corra el calimocho”.
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