Los buenos aficionados conocerán la foto de ese par que Rodolfo Gaona puso a un Concha y Sierra en la plaza de Pamplona, allá por el año 15 del pasado siglo, que según el punto de vista de la fotografía que ha viajado por todos los rincones del planeta, es un par imposible, aunque sucedió. Pues en la última de Otoño de Madrid nos ha estremecido otro par que aún habiendo sido testigos de él, nos seguirá pareciendo imposible. Puede que dentro de unos años aparezca un iluminado y nos diga que exageramos y que idealizamos el pasado, todo es posible, pues necios los ha habido, los hay y los habrá siempre.

Pues dejándome llevar por esa ilusión y por la idealización que he construido dentro de mí, creo que no me equivoco si afirmo que es uno de los cinco mejores pares que he visto en mi vida. Y digo cinco porque igual los he podido ver igual de grandiosos que el que me ha hecho saltar como un resorte de mi asiento, o también puede que este haya superado a todos. Si no dijera quién es el autor, el creador de semejante obra de arte, quizás nadie lo echaría de menos, pues seguro que la noticia ha corrido por todo el orbe taurino, pero creo que nunca es bastante el citar a los grandes toreros. Quinto toro de la tarde, una raspa cornalona, complicado, manso, muy aquerenciado en los terrenos próximos a las tablas; no había capote que fuera capaz de arrancarle de esa trinchera que se había construido contra la infantería de oro, plata y azabache. Con que se le sacara dos o tres metros valdría para poder parear según los usos del momento, esos que dicen que aunque sea a costa de mil capotazos, el toro tiene que ir haca afuera y el torero hacia dentro, llegando desde el platillo de la plaza.

Adalid y el par de Madrid

El de Palha se empeñaba en que ninguna teoría actual tuviera validez, si le querían prender los rehiletes tendrían que echar mano de las viejas tauromaquias. Pero hubo uno que no tuvo que consultar ningún vademecum taurino, de sobra sabía la medicina que el manso precisaba. Un tal David Adalid, de gesto serio, como un junco, de azabache, se fue con los palos de cara al toro. Echó a todos fuera, libró al lidiador del compromiso de bregar con aquello y se puso en paralelo a las tablas. Como diría Corrochano, el buen banderillero encuentra toro en todos los terrenos y no necesita de laboriosas bregas para clavar los palos. Adalid se plantó allí delante, en terrenos del 7 y el 6, llamó la atención de ese cornalón, se arrancó hacia él saliéndose hacia fuera, le ganó la cara con mucho esfuerzo, mientras veía como hacía por él, pero como poco convencimiento y obligando al torero a meterse una barbaridad en sus terrenos, el torero cuadro y clavó en la cara, asomándose al balcón, sin importarle que de la calle tiraban cuernos para el cielo. Salvó la cara, se salvó de la cornada y apoyado en los palos salió del compromiso convertido en un héroe grecolatino. Un par al sesgo que valía toda una tarde, una feria y hasta casi toda una temporada. Simplemente grandioso, homérico, como repetía una y otra vez un personaje de una película de John Wayne.

Un par perfecto de ejecución, de riesgo, de saber lidiar, de conocimiento de los terrenos y de amor a la Fiesta. Quizás el segundo tuvo más mérito, en cuanto a que el toro ya sabía por donde le venían los picores y se defendió mucho más, afeando y perjudicando la correcta ejecución de la suerte. Es verdad que en esta última de feria pasaron más cosas, hubo un ganado malo de solemnidad, manso, con malas ideas, descastado y con una presencia poco decorosa y demasiado variada, que hubo tres toreros que le echaron pundonor, pero eso no es suficiente, en el toreo hay que tener valor, cabeza y decisión para doblarse con el toro que así lo requiera. Pero nada de todo esto puede hacernos olvidar este hecho que algún día idealizaremos y que recordaremos entre exageraciones, pero hasta ese día, podemos decir que nosotros vimos a David Adalid poner “el par de Madrid”.