El arte no puede ser una cosa tan aburrida e insufrible como la corrida de Juan Pedro Domecq. No puede ser una insufrible sucesión de toros de fuerza ínfima y bravura supuesta. No puede ser la justificación de un derechazo abombando el pecho y una verónica rematada de Morante. Un derechazo abombando el pecho no puede ser la justificación... La corrida de Juan Pedro está más cerca de los argumentos de las prohibiciones de las corridas, que del arte y la cultura taurina.
En un mundo cuyas imágenes están pobladas del universo de Walt Disney, los toros de ayer podrían ser representados en dibujos animados, uno como un filósofo que no cesa de pensar antes de actuar y que finalmente decide probar con calma que se esconde detrás de los trapos que le enseñan, el otro un resistente pasivo gandhiano, los del final como oscuros colaboracionistas renuentes a actuar y el de más allá como un héroe de los Juegos paralímpicos, pero ninguno de ellos representaría al genuino toro de Disney que sale de los chiqueros resoplando y con cara que mete miedo. Con semejante material, ni hay arte, ni hay cultura que valga y encima los toreros se pegan por entrar en los carteles donde figuran estos toros y el público por asistir a esas corridas. Lo peor de todo es que no nos pilla de sorpresa porque esto viene siendo así, al menos en los últimos treinta años en los que me responsabilizo de mis recuerdos y si hago caso de mis lecturas, es consustancial a la fiesta de los toros. Se admiten explicaciones para este fenómeno y mientras alguien nos las da, seguiremos asistiendo con esta desilusión apasionada a la próxima corrida del abono.
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