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13/05/2012
  (San Isidro 2012) 13/5 - Mereció Dibujarse: La ruina, señoras gordas y sus joyas
 
Firma: Enrique Martín
 
     
 

Bueno, tres festejos más el de rejones y parece que el rumbo está más que definido. Lo mismo del año anterior y del otro, una pantomima insoportable de las corridas de toros, con unos animalejos que son una caricatura de lo que debería ser el toro de lidia, sin fuerzas, descastado, manso, bobo y un aspecto que se puede calificar de muchas formas, menos de impresionante. Enfrente unos señores vestidos de colores chillones y con medias rosas, con un caminar errático por el ruedo, como preguntándose qué pintan ellos allí. De tanto en tanto se esfuerzan en poner posturas estrambóticas mientras flamean unos trapos al aire. Y en los tendidos unas señoras gordas haciendo sonar sus joyas, como si atendieran a una petición de Groucho Marx.

¿Qué belleza se puede obtener de esto? Ninguna y si así lo hiciera, sería cínicamente buscando cubrir el expediente de encontrar un momento que supuestamente me hubiera impresionado y me hubiera impulsado a pasar al papel. Nada puede salvarse de esta ruina, absolutamente nada. Nada más salir de la plaza he hecho propósito de olvidar todo lo que ha ocurrido en la plaza de Madrid en esta cuarta de feria. Me he despedido de las amistades y cuando iba camino de casa he dejado la mente volar y me he imaginado como eran aquellos días en que se anunciaba un grande de verdad, Antoñete, y su forma de entender el toreo con un capote o una muleta en la mano. Eran otros tiempos, aquellos en los que el toro no permitía errores, bajo pena de pasar a abonar la deuda en la enfermería. Era cuando se toreaba con suavidad y con mando. La suavidad y la naturalidad que hacían que aquello pareciese fácil e imposible al mismo tiempo, pero que pase a pase iban dominando las embestidas de la casta y la bravura.


Chenel en su trincherazo por bajo


Antoñete era un artista completo que dominaba el toreo de capote y el de muleta, el toreo fundamental y los adornos, pero hoy me he recreado en sus inicios de faena, cuando moldeaba las primeras embestidas para luego hacer surgir el natural hondo que finalizaba con un leve giro de muñeca. En esa labor de alfarero destacaban sus trincherazos en los que recogía al toro y lo dejaba fijo en la muleta. Trincherazos rodilla en tierra llenos de fuerza, lentitud y torería. Porque ya desde el primer momento iba decidido a no ceder ni un dedo en la pelea de la lidia. Quizás necesitaríamos muchos Antoñetes para ver si esto puede dejar de ser ruinoso.

En este caso sobrarían los toros de El Vellosino y el remiendo de cuatro de Valdefresno, flojos, mansos, descastados y que incluso se dejaron dar muletazos. Otra cosa es quien era el encargado de darlos. Mal picados, mal lidiados, sin fijarlos en los engaños, dejándoles corretear sin ton ni son por el ruedo y sin ponerlos en suerte ni una sola vez. Justo lo que parece demandar el público moderno, pero como en todo hay un límite, en este caso hasta ellos el público conformista ha acabado hastiado de la corrida.

La labor de los espadas se resume en pocas palabras, que incluso pueden ser las mismas para cualquiera de los tres, pues con sus particularidades adolecen de los mismos vicios y los mismos defectos. Matías Tejela, aburrido de si mismo, se harta a pegar pases yendo detrás del toro hasta hacerse verdaderamente pesado, muy pesado. Se inhibe por completo de la lidia y es incapaz de poner orden y mando en el ruedo. Miguel Tendero progresa a marchas forzadas en su carrera hacia la vulgaridad. Circula por el ruedo como un bulto sospechoso, rondando a sus toros para ver no se sabe qué y con unas prisas que nadie entiende, sin temple, sin reposo y sin nada que pueda hacer albergar alguna esperanza. Juan del Álamo, aquel novillero prometedor de Salamanca, pues dos cuartos de lo mismo, a pesar de que la labor trapacera de su primero podía haber sido premiada con una oreja por parte de los isidros, que como vieron muchos muletazos a un noblote toro que iba y venía, pues vieron el cielo abierto para sacar el pañuelo. Pero un espadazo haciendo guardia ha hecho que esos pañuelos acabaran secando las lágrimas de los que piensan que esta ruina no tiene restauración posible.

 
     
   
     
   
     
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