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Según el Reglamento Taurino los presidentes de las plazas de toros están para defender al aficionado, además de regir los tiempos y el buen funcionamiento y desarrollo de la lidia. Esto último lo suelen tener en cuenta (no siempre), pero lo primero parece que a pocos les importa y muy pocos lo suelen cumplir. Creo que ya está bien de tomarle el pelo al aficionado, que no olvidemos es el que paga y sustenta el espectáculo. El capítulo protagonizado por el señor presidente Don Julio Martínez en el primero de la tarde ha evidenciado, una vez más, el poco o nulo criterio presidencial y la, como mínimo, sospechosa afición del citado presidente. El astado que abrió la corrida de Montalvo fue un verdadero inválido que no podía con su alma y que, incomprensiblemente, no fue devuelto a los corrales. Salió el de la divisa salmantina blandeando de toriles y después evidenció clamorosamente su condición de inválido, antes incluso de sus encuentros con el caballo. A pesar de lo claro que parecía y de las clamorosas protestas de la mayoría de la plaza, el señor Martínez hizo oídos sordos y mantuvo al moribundo animal en el ruedo. Esto que hizo en el 2º, debía haberlo hecho mucho antes, cuando era más claro Y su decisión tuvo consecuencias muy negativas para todos los protagonistas del espectáculo. Por un lado, el sevillano Esaú Fernández vio frustrada su confirmación de alternativa y cualquier esperanza e ilusión de lucimiento y triunfo. Un toro tan importante para un matador como es el primero que mata en la primera plaza del mundo, en Las Ventas, debería ser un astado para recordar, un animal que reuniera las condiciones mínimas para la lidia para poder enfrentarse con opciones a él. El señor presidente, con su arbitraria decisión, negó estas opciones de lucimiento y provocó el justificado y unánime enfado colectivo. En una plaza de toros, y más en la de Madrid, deben lidiarse ejemplares que tengan un mínimo de fortaleza para poder soportar la lidia y generar emoción en los tendidos. Cuando se lidia un animal como el primero de la segunda de San Isidro, el espectáculo, la fiesta de los toros pierde todo su sentido y se convierte en una verdadera y cruel tortura a un pobre animal débil y aborregado. Y cuando esto ocurre, el riesgo se torna en aburrimiento, indiferencia e incluso pena y bochorno.
Que lejanas quedan ya aquellas actuaciones presidenciales del recordado Don Luis Espada, un hombre que sí defendía a los aficionados y al espectáculo en general. Esperemos que lo vivido esta tarde en la Monumental venteña no se vuelva a repetir porque si es así, estaremos matando poco a poco a nuestro querido arte de los toros. |
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