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¡Qué ambientazo! Gente alegre y llena de felicidad, los vasos hasta arriba de hielo, un amigo al que saludar a lo lejos, llamada de móvil para enseñarle el supergüisqui que se va a trincar, vestido como un pincel al lado de un acalorado joven sin camiseta, la panda de amigos del trabajo que se han preparado un día en los toros con un cartel de postín, la llegada a la localidad con el tiempo justo justísimo y preparados para entregarse a la maestría de otra galaxia de El Juli y para ser testigos del rito taurómaco oficiado por Morante. Y por si faltaba algo, la presencia de don Felipe en el Palco Regio de las Ventas, el blanco sí, ese que está siempre vacío al lado del que ocupa el usía de cada tarde. Que bien pintaba todo. Solo han tenido que esperar un ratito, el poco que ha estado ese tal Juan Mora, que debe ser el viejo, por lo que dice el programa de mano, luego Morante que ha estado como están los artistazos que detienen el tiempo y luego El Juli. Que faenón, si no ha dado cien pases, no ha dado ninguno; por un lado, por otro, por los dos a la vez, que si ahora un derechazo, que si un natural porque me da a mí la gana, así un “puñao” de veces, hasta el momento del julipie “envainao”, nueva forma de matar a los toros en que la espada entra como si fuera un bajonazo infame y sale asomando por detrás de la patita del tierno pupilo de Victoriano del Río.
Aquella forma de lidiar de otras épocas Pero menos mal que en esta orgía de postmodernismo a alguien se le ocurrió allá por diciembre o enero, cuando montaron esta corrida de la Beneficencia, que ya no es ni extraordinaria ni nada y en la que ya ni se ponen guirnaldas floreadas, pero a la que ha acudido uno de los casi desaparecidos toreros clásicos que nos quedan. Este rara avis se llama Juan Mora. Ya me dirán donde se puede ir llamándose Juan y apellidándose Mora. Como mucho puede aspirar a ser matador de toros, que lo es. El hombre intentaba hacer las cosas bien, aunque a veces se quedaba mal colocado en la suerte de varas, pero que no tuvo ninguna vergüenza en empezar la faena de muleta a su primero con pases por bajo, castigando y haciendo retorcerse al más grande de los de don Victoriano. Que desfachatez, eso que al público le provoca unas enormes ganas de pitar. Se lo fue llevando para afuera, hasta que llegó a los medios y con dos remates lo dejó como nuevo. Eso que tantas veces hemos echado de menos durante la feria, nos lo ha regalado este placentino como si tal cosa.
El sello de un torero Y es que si algo caracteriza a Juan Mora es la naturalidad. Mira que le cuesta retorcerse y alargar el brazo como mandan los cánones del toreo postmoderno. Incluso parece que va provocando. No se puede consentir ese toreo tan fácil, ese toreo que como decía Antonio Bienvenida, era como llegar al toro y saludarle, ¿Cómo está usted? Encantado, aquí un amigo y despachar al de negro como si tal cosa, sin aparentar esfuerzo, ni sufrimiento. Tan clásico es este Juan Mora, que ha sido capaz de interpretar un pase dándole ese toque personal que le hacen apropiarse de él en la memoria de los buenos aficionados. Ese remate relajado en la que el natural se desmaya al final mientras se recorta el viaje. Los hay que lo llaman pase del desprecio, pero en Juan Mora no se desprecia nada, es todo torería y naturalidad. Cuando el toro pensaba que cogía el trapo, ve como se le frena y se le aparta delante del hocico, sin poder llegar a engancharlo. Es el toque de distinción de unas gotitas clásicas contra el postmodernismo.
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