|
Los Palha volvían a Madrid, se esperaba una gran corrida de toros bravos y encastados que exigieran toreros de verdad. Pero desde el principio ya se empezó a torcer todo lo que podía torcerse, unos mulos escasos de presencia, más escasos de casta y sobrados de mansedumbre y unos matadores, Luis Bolívar, Salvador Cortés y David Mora, que se han estrellado contra este ganado infame y contra las limitaciones de cada uno. El colombiano con esa mala costumbre de dar pases y pases hasta el hastío, el sevillano dando la impresión de no saber por donde meterle mano al toro y el madrileño esperando alimañas a las que aguantar las tarascadas, pero sin tarascadas. Una de las características comunes a los seis toros ha sido el caos y desorden en la lidia, donde parecía que nadie estaba en su sitio, pero en una tarde de falsas apariencias, esta no iba a ser menos. Nadie estaba en su sitio, menos un hombre de plata más valioso que el oro. Primero un compañero que se ve apurado y allí se cruza un capote con las vueltas azules que le saca del compromiso. Un banderillero que sale apurado de un par y desde el burladero se abre el mismo capote como si fuera un pavo real exhibiendo sus plumas iluminadas. De nuevo el mansurrón aprieta a la salida de un par y ese capote se expande en una salvadora serpentina que cautiva al toro. Si así no sé cuantas veces, desde la barrera, cruzándose cortando el viaje del toro, saltando desde el callejón. En cualquier circunstancia apurada, allí brotaba el capote de vueltas azules, como un manantial de paz.
Domingo Navarro, el Ángel de la Guarda Pero aunque el toreo sea algo mágico, los capotes, por muy azules que tengan las vueltas, no tienen vida, necesitan que alguien les ponga el alma y ese alguien salvador, ese Ángel de la Guarda de los toreros era Domingo Navarro. Daba igual el momento de la lidia, siempre estaba atento a lo que pasaba en el ruedo; mientras otros banderilleros se agolpaban en un burladero, él estaba en el callejón enfrente de donde se desarrollara la lidia, para llegar el primero a auxiliar a un compañero con su capote de vueltas azules. Es digno de elogio el sentido de la oportunidad de Domingo Navarro, su decisión, la colocación impecable, el valor para entrar al quite en situaciones apuradas y su torería, pero de entre todas sus virtudes yo me quedo con una que era muy valorada por los aficionados antiguos y es la afición. Nada vale si no está sustentado por una afición desmesurada. Esta es la que hace que coja el capote como los peones de antes, recogiéndolo de tal forma que al soltarlo es como si se desprendiera de él en dos veces, una quedando más corta y la otra ya más en largo, con lo que el toro se queda en sus vuelos y se olvida de lo que perseguía. Aunque ahora dudo si lo que Domingo Navarro extendía eran sus alas de Ángel de la Guarda o ese capote con alma de vueltas azules.
|
|