Éramos testigos de una tarde de toros que pasará a los anales de la historia de Las Ventas, pues poco antes, César Rincón ya tenía abierta la Puerta Grande al cortar una oreja a cada uno de sus enemigos tras dos meritorias faenas de gran uniformidad y nada fáciles ante dos toros que poco ayudaron a su matador, especialmente el segundo.
El Cid estaba siendo protagonista de un trasteo cumbre, impregnado de un temple y suavidad inmensos en los que cada natural era aún más grande que el anterior. Artífice de una obra perfecta, a la que le faltaba únicamente la culminación de la obra bella bien acabada de un artista. Todos le imaginábamos a hombros junto al colombiano...
Pero la mala suerte, en forma de viejos fantasmas, hizo su aparición en el preciso y definitivo instante de la suerte suprema. El sevillano pinchaba hasta en tres ocasiones a su entregado oponente. La rabia y la impotencia se hicieron dueños de La Monumental.
Ahora que el de Salteras tenía cogido el sitio con la espada. Ahora que había vencido a su tendón de Aquiles. Ahora que El Cid había retornado en Campeador... Ni las dos vueltas al ruedo con que le premió la afición fueron suficientes para consolar al triste matador, que en un principio se negaba a recoger la fortísima ovación de la afición de Las Ventas resguardándose en el callejón.
No importó, el público había sucumbido ante semejante obra maestra y retendrá en la memoria el bellísimo trazo del dibujo creado por los vuelos de la muleta de su mano izquierda. Porque después de hoy, se puede decir, sin miedo a equivocarse, que Madrid es feudo de El Cid de Salteras.