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Durante los muchos años que Joaquín Vidal acudió a la Feria de Sevilla ocupó siempre una localidad en el palco 37, justo encima de la puerta del desolladero de la plaza de la Real Maestranza. Allí estaba acompañado por un afamado médico, un empresario y sus respectivas esposas, todos sevillanos, amantes de las tradiciones de la ciudad y buenos aficionados con los que Joaquín trabó unos entrañables lazos de amistad. Dialogaban una tarde sobre una sanción que la autoridad gubernativa había impuesto a un muy conocido ganadero por una supuesta manipulación fraudulenta de los pitones de un toro. Se escandalizaban los contertulios de Joaquín porque tal resolución hubiera recaído en un personaje de tan reconocido prestigio social. En el calor de la amable discusión, uno de los participantes planteó el argumento definitivo: “Pero, don Joaquín, si fulano (el ganadero sancionado) es un caballero…”. “No tengo la menor duda, amigo mío, -le replicó Joaquín-, un caballero que afeita”. Así era Joaquín Vidal: ingenioso, brillante, certero, dotado de un finísimo sentido del humor. Era, por encima de todo, un periodista absolutamente libre e independiente, un inteligente analista, un dominador del lenguaje y un estudioso profundo de la fiesta de los toros, que le tenía robado el corazón, -se emocionaba con una chispa de arte y valor-, pero con la mente en alerta permanente para denunciar con valentía el fraude que carcome el espectáculo. Era Joaquín hombre serio, recio, tímido, de recto proceder, honesto a carta cabal, implacable contra los taurinos malos, a los que siempre consideró auténticos enemigos de la fiesta, y exaltador enfervorizado del toro bravo y encastado y del torero artista y valeroso. Temido por quienes han pretendido hacer de los toros el cortijo de sus bajos intereses, alabado por la afición verdadera y admirado por los amantes de la más exquisita literatura. Trabajador infatigable, corrector incansable de sus propios textos, amante de la buena mesa, bebedor de agua mineral, fumador de ducados… Siempre respetó escrupulosamente la opinión de sus colaboradores, aun cuando éstos mantuvieran criterios muy diferentes a los suyos. Junto a él aprendimos algunos el valor de la independencia y el compromiso de asumir el riesgo de decir lo que honestamente se piensa, aunque pueda ser errático o incorrecto para los taurinos. Días después de la muerte de Joaquín visité a Pilar, su viuda, también ya fallecida, y me regaló el bolígrafo con el que el maestro escribía en su casa. Guardado está como una reliquia del hombre al que admiré y respeté. Algún día, si Dios quiere, lo heredará mi hija porque forma parte del patrimonio de nuestra familia. |
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