Va para tres años ya y el sentimiento se cierra en banda al negarse a aceptar la comunicación reiterada expuesta por la notaría de la razón. Cada día, la ceniza que cuelga los defectos de la comisura de los labios y mancha la pechera, parece más viva y las teclas del ordenador se rebelan y cambian en ruidosa máquina de escribir. No voy a aceptar la ausencia de la mejor prosa ni acepto la sordera que me impide oír su voz, realista por esperanzada, a pesar de que existían motivos para haberlo echado todo a rodar. La admiración no buscada despierta la envidia de Caín que, sentado varias mesas más allá, lucha con dos ideas serviles sin lograr que se sometan al dictado de una mente cuadriculada por el sometimiento intelectual a un modelo estéril. Por el contrario, ahí estaba la capacidad para domar los matices al servicio de un pensamiento propio, rico y original, inundado de modestia, porque uno no es mucho, ni siquiera dos. La recompensa llegó tarde, cuando tirios y troyanos coincidieron, cuando el lector que, pese a parecer anónimo, tiene nombre, apellidos y circunstancia, aporreó la puerta para proclamar respeto y devoción, en una manifestación inusual e inesperada para sordos huérfanos de entendederas, incapaces de reconocer que el sentido de la deuda señalaba hacia el escritor y no al medio. Digo que llegó tarde porque debió haber salido en hombros en vida, pero también digo que nunca lo pretendió y que, tal vez, jamás lo necesitó. Nunca brindó al sol y la comunión se producía en el silencio reverente y hondo de la lectura, por lo que se entiende la laceración intelectual y física que supuso su brutal arrancamiento. La historia se ha acabado: no cabe continuidad, ni siquiera la honesta e inevitable imitación. La razón nos dice que la vida tiene fecha de caducidad mientras que su fuerza pausada lo mantiene vivo dentro de nosotros. Ya sospechaba yo que la razón no tiene razón. Ni falta que hace. Mañana, y siempre, te seguiré esperando. No tardes mucho. |