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Joaquín Vidal dejó en mí un recuerdo imborrable. Le conocí muy bien. Nos hicimos amigos. A su lado he visto corridas de toros en las ferias de San Sebastián y Bilbao; y lo he pasado pipa, aprendiendo con sus lacónicos y sapientes comentarios, rociados siempre de un humor-sabor como manzanas astrales. Del entrecruce de cartas que nos escribimos, guardo una decena de misivas suyas, expresadas cada una de ellas con semejante a la precisa, tierna, dulce, recia, cálida y personalísima prosa con que dotaba a sus crónicas (puro goce lectural). Es tan evidente lo del recuerdo imborrable, que a la hora de escribir las crónicas de toros para El País (ferias de Pamplona, Vitoria, San Sebastián y Bilbao), cada palabra trazada por mí está gestada pensando en que Joaquín está aún vivo y dispuesto a leer cuanto digo. Pero para ello no busco parecerme estilísticamente a él, por otra parte cosa harto difícil, sino que persigo alcanzar en cada secuencia de cada corrida la verdad de lo visto. Aunque sea arduo y poco menos que imposible el intento, para tal fin aventuro la idea de creer que he elegido el lenguaje necesario, para más tarde hacer necesario el lenguaje elegido. Por lo dicho, se colige que para mí Joaquín Vidal no esta muerto, sino que está momentáneamente dormido en el río, a la espera de despertarse para saber cuanto aconteció en los alberos de tales o cuales ferias. Después, una risa azul mueve las hojas de los álamos ribereños hasta otro nuevo despertar. |
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